Por Javier Guzmán
Chandler, y su por tantos motivos compadre
Dashiell Hamett, parten de cero. Ellos serán los responsables de fijar los
cánones clásicos de la novela negra. Su primera obra, El sueño eterno, publicada a los 51 años, sigue siendo un
referente. En ella nace su personaje clave, Philip
Marlow, en todos los sentidos el hombre que nunca pudo ser su autor. (En
realidad, había brujuleado por algunos relatos cortos, pero el parto con sangre
fue ahí.) En él se refleja hasta fundir las dos personalidades, autor y
personaje, en una sola. Marlowe nace a los 33 años, la edad de Cristo, con este
impagable inicio de novela:
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba un aspecto lluvioso. Vestí mi traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
Todas las características de la novela negra posterior ya están en ésta.
Apenas unos párrafos después, el jovial detective retrata el lugar donde se
deshilachan los cuatro millones de dólares:
Aquí realmente hacía calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor e impregnado del perfume empalagoso de las orquídeas tropicales. Las paredes de vidrio y el techo estaban saturados de vapor y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso irreal como la filtrada a través de las paredes de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque con feas hojas carnosas y tallos como los dedos de los cadáveres recién lavados. Su perfume era tan irresistible como el alcohol hirviente debajo de una manta.
Y al hombre que tenía esos cuatro millones de dólares:
Sobre un espacio de baldosas hexagonales se había extendido un tapiz turco y sobre el tapiz una silla de ruedas y sobre la silla un anciano, visiblemente moribundo, nos miraba con ojos negros en los que el fuego había muerto hace mucho tiempo, aunque conservaban algo de los ojos del retrato que se hallaba colgado encima de la chimenea del recibidor. El resto de su rostro era una máscara de cuero, labios sin sangre, nariz puntiaguda, sienes hundidas y los lóbulos de las orejas curvados hacia fuera anunciando su próximo fin. El cuerpo, largo y estrecho, estaba envuelto, a pesar de aquel calor de sofoco, en una manta de viajes y un albornoz rojo descolorido. Las delgadas manos, semejantes a garras, descansaban mansamente en la manta de lunares rojos. Algunos mechones de cabello blanco pajizo le colgaban del cuello cabelludo como flores silvestres luchando por la vida sobre la roca pelada.
O su cínica visión del progreso humano:
¡Quédate quieto o te vuelvo a dar! No te muevas y contén la respiración hasta que no puedas más. Entonces te dices a ti mismo que tienes que respirar, que tienes la cara negra, que los ojos se te salen de las órbitas y que vas a respirar enseguida, pero que estás amarrado a la silla en esta linda y limpia cámara de gas de San Quintín y que cuando tomes esa bocanada de aire que has luchado con todas tus fuerzas por no tomar, no será aire lo que aspires sino vapores de cianuro. Eso es lo que ahora llaman ejecución humanitaria en este estado.
El éxito de la novela fue inmediato. Howard Hawks la llevó al cine, con
Humphrey Bogart y Lauren Bacall, y el amor surgió con tal virulencia que su
pasión se desparrama por la pantalla. La película es un clásico… pese a haber
traicionado la novela, ejemplo impagable de cómo un arte, el cine, se nutre de
la literatura para, a veces, transformarla en otro lenguaje sobre sus ruinas.
Chandler no participó en el guión, no se sabe si enfurruñado por lo que se
estaba haciendo o por encontrarse borracho como una cuba antes durante y después
del rodaje. Ya es hora de decirlo, Raymond Chandler es otro de esos escritores
que se bebían hasta el rocío de las rosas de Escocia. (Y eso sí es, a todas luces,
una destilada influencia Allanpoética.) En su ausencia, colaboró en el guión
William Faulkner, otro santo bebedor de fondo.
Doce años después, Philip Marlowe se desvanece con apenas cuarenta y cinco
años, no sin antes haber creado un arquetipo a través de siete novelas
ejemplares y una absoluta obra maestra, El
largo adiós.
Le cedo la palabra a Carlos Fuentes que en esto de los escribidores algo
sabe. Lo publicó en El País, y cito de memoria. Viene a lamentarse de la
injusticia histórica consistente en considerar a Chandler un extraordinario
autor de novelas policíacas… y nada más. Para Fuentes, Chandler es un egregio
exponente de la Generación Perdida ,
The Lost Generation, junto a Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemmingway
o John Steinbeck. Apunta que su literatura es un fresco abierto de la sociedad
y el tiempo que le ha tocado vivir, menos presuntuosa y de lectura más amena, novelas ya sin inocencia, sin ilusiones
respecto a la sociedad norteamericana. Y sitúa El largo adiós a la altura de Manhattan
Transfer, El Gran Gatsby o Al este del Edén. Por supuesto, superior a cualquier
novela de Hemmingway, aunque equiparable a los mejores de sus extraordinarios
relatos cortos.
Su narrativa marca un antes y un después en el género y su influencia es
visible en toda la novela negra posterior hasta nuestros días.
Hasta ahí Carlos Fuentes.
Su influencia, abundo yo, es rastreable hasta ahora mismo. Philip Kerr,
el de La trilogía de Berlín, o Dennis
Lehane, el de Mystic River o Shutter Island (su primera obra, Un trago antes de la guerra, es un
homenaje tan transparente que parece plagio), son dos luminosos ejemplos de
obra sólida y actual. O, por movernos en un universo más cercano, la última
novela de José María Guelbenzú, premio Torrente Ballester 2010, se llama El hermano pequeño, título muy aproximado
a La hermana pequeña, The Little Sister,
1949, quinta novela de la saga Chandler/Marlowe. Guelbenzu ha creado una
serie de novelas “criminológicas” protagonizadas por Mariana de Marco, que no
es detective sino juez, interesante variante. Un escritor de la talla de
Guelbenzu no puede haber elegido ese nombre por azar. Es, desde el título, un
claro reconocimiento al maestro. No sigo por no apabullar.
Ante estas realidades tan poco cuestionables (y no por eso, afortunadamente,
a veces cuestionadas), me pregunto yo por qué (¿por qué, por qué, por qué?) una
muy reciente, e interesante, variación sobre el mismo tema (hablo de los negros
rubios de los septentriones escandinavos) borra todo lo anterior y amenaza con
crear una adicción excluyente a una escuela que se fagocita a sí misma, y se
nutre, y se digiere, y se fotocopia en cada viejo libro nuevo o secuela, cuela.
¿Por qué los nuevos lectores consideran una moda una culminación? Por no
haber leído los clásicos del género, así de sencillo. Su lectura es vacuna. Su
desconocimiento deja sin defensas al lector desprevenido y le hace confundir lo
bueno con lo mejor. En un asesinato no es lo mismo un disparo a quemarropa
(Smith & Wesson del 38, cañón recortado), que una virulenta neumonía provocada
por las gélidas corrientes de los vientos boreales.
Escribe Chandler en su, este también, imprescindible ensayo sobre “la
novela de detectives”, El simple arte de
matar, (en ingles The Simple Art of
Murder, el simple arte de “asesinar”), “la
literatura de ficción, en todas sus formas, siempre intentó ser realista”.
Tal vez en esa verdad radique el hecho diferencial. Los países con problemas reales tienden a exponer la realidad de
sus problemas a través de la literatura. Los países que carecen de ese tipo de
problemas, hartos de casas de muñecas, se suben al carro de la novela negra
inventando su propias realidades para escribir ficción con apariencia de
realismo social. Los escritores de las sociedades más libres, justas,
igualitarias y civilizadas desde que el ser humano pasta sobre la tierra, se
empecinan en agigantar sus problemas, desorbitan la realidad, para entregarnos
una literatura de tundra, de tristeza, de agonía.
Cualquiera que haya visitado los países escandinavos (o visto en
televisión españoles aclimatados por esos
mundos) reconocerá que es un precioso planeta aburrido, no perfecto, por
supuesto (eso es imposible), pero donde existe una vocación decidida por
alcanzar la perfección, algo tan utópico como pretender orinar en el horizonte.
Solo la constitución americana, redactada por admirables lunáticos utópicos,
consagra el derecho de todos los hombres a ser felices. Nuestros nórdicos, más
pragmáticos, no se atreven a tanto, pero se empeñan, a veces se despeñan, en
alcanzar la mejor de las vidas posibles para todos. Que no es poco. De esta
pálida imitación del paraíso surgen como una ventisca los negreros
conquistadores vikingos.
Como acotación personal creo importante reseñar que el boom de la novela
policial en los países escandinavos floreció, ¿coincidencia?, con el asesinato
de Olof Palme cuando era primer ministro sueco. Ese crimen jamás se resolvió,
más bien se enmascaró. (Ver “Asesinato de Olof Palme” en Wikipedia, no hace
falta más.)
Parece ser que con la connivencia de las
instituciones suecas, que ignoraron pruebas de evidencias rescatadas por la
investigación periodística.
Detrás estaba la extrema derecha que recorre todo el sistema sanguíneo del poder oculto en Europa.
Lo anterior lo dijo Henning Mankell, el hombre en que empieza todo.
De acuerdo que, siguiendo de nuevo a Borges en su magistral ensayo sobre
Kafka, todo autor de éxito inventa sus precursores,
y en ese sentido han aparecido predecesores de Mankell… que no hubieran sido
traducidos si Mankell, primero, y la niña que tiraba cerillas a los hombres que
odiaban a las mujeres en los palacios de las neumonías, después, no hubieran
tenido el éxito arrollador que han tenido. Con toda justicia, en mi opinión.
Lo malo de autores como Mankell es que enseguida enferman de éxito. Los de antes eran más consecuentes. "Retiré la palabra" a Mankell después de leer El chino, seguramente vuelva a leerle pero me concentraré en sus primeras novelas (y algo de lo de África, tal vez) porque, sinceramente, creo que baja vertiginosamente por el trampolín de lo comercial y que lo suyo cada vez tiene menos sentido. Puede que me equivoque, ¡ojalá!
ResponderEliminarEspera las siguientes entregas, la cosa va chino chano
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