jueves, 20 de diciembre de 2012

De cómo el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (2)




Por Javier Guzmán

  Chandler, y su por tantos motivos compadre Dashiell Hamett, parten de cero. Ellos serán los responsables de fijar los cánones clásicos de la novela negra. Su primera obra, El sueño eterno, publicada a los 51 años, sigue siendo un referente. En ella nace su personaje clave, Philip Marlow, en todos los sentidos el hombre que nunca pudo ser su autor. (En realidad, había brujuleado por algunos relatos cortos, pero el parto con sangre fue ahí.) En él se refleja hasta fundir las dos personalidades, autor y personaje, en una sola. Marlowe nace a los 33 años, la edad de Cristo, con este impagable inicio de novela:
            Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba un aspecto lluvioso. Vestí mi traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
  Todas las características de la novela negra posterior ya están en ésta. Apenas unos párrafos después, el jovial detective retrata el lugar donde se deshilachan los cuatro millones de dólares:
            Aquí realmente hacía calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor e impregnado del perfume empalagoso de las orquídeas tropicales. Las paredes de vidrio y el techo estaban saturados de vapor y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso irreal como la filtrada a través de las paredes de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque con feas hojas carnosas y tallos como los dedos de los cadáveres recién lavados. Su perfume era tan irresistible como el alcohol hirviente debajo de una manta.
   Y al hombre que tenía esos cuatro millones de dólares:
            Sobre un espacio de baldosas hexagonales se había extendido un tapiz turco y sobre el tapiz una silla de ruedas y sobre la silla un anciano, visiblemente moribundo, nos miraba con ojos negros en los que el fuego había muerto hace mucho tiempo, aunque conservaban algo de los ojos del retrato que se hallaba colgado encima de la chimenea del recibidor. El resto de su rostro era una máscara de cuero, labios sin sangre, nariz puntiaguda, sienes hundidas y los lóbulos de las orejas curvados hacia fuera anunciando su próximo fin. El cuerpo, largo y estrecho, estaba envuelto, a pesar de aquel calor de sofoco, en una manta de viajes y un albornoz rojo descolorido. Las delgadas manos, semejantes a garras, descansaban mansamente en la manta de lunares rojos. Algunos mechones de cabello blanco pajizo le colgaban del cuello cabelludo como flores silvestres luchando por la vida sobre la roca pelada.
   O su cínica visión del progreso humano:
            ¡Quédate quieto o te vuelvo a dar! No te muevas y contén la respiración hasta que no puedas más. Entonces te dices a ti mismo que tienes que respirar, que tienes la cara negra, que los ojos se te salen de las órbitas y que vas a respirar enseguida, pero que estás amarrado a la silla en esta linda y limpia cámara de gas de San Quintín y que cuando tomes esa bocanada de aire que has luchado con todas tus fuerzas por no tomar, no será aire lo que aspires sino vapores de cianuro. Eso es lo que ahora llaman ejecución humanitaria en este estado.
   El éxito de la novela fue inmediato. Howard Hawks la llevó al cine, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall, y el amor surgió con tal virulencia que su pasión se desparrama por la pantalla. La película es un clásico… pese a haber traicionado la novela, ejemplo impagable de cómo un arte, el cine, se nutre de la literatura para, a veces, transformarla en otro lenguaje sobre sus ruinas. Chandler no participó en el guión, no se sabe si enfurruñado por lo que se estaba haciendo o por encontrarse borracho como una cuba antes durante y después del rodaje. Ya es hora de decirlo, Raymond Chandler es otro de esos escritores que se bebían hasta el rocío de las rosas de Escocia. (Y eso sí es, a todas luces, una destilada influencia Allanpoética.) En su ausencia, colaboró en el guión William Faulkner, otro santo bebedor de fondo.
   Doce años después, Philip Marlowe se desvanece con apenas cuarenta y cinco años, no sin antes haber creado un arquetipo a través de siete novelas ejemplares y una absoluta obra maestra, El largo adiós.
   Le cedo la palabra a Carlos Fuentes que en esto de los escribidores algo sabe. Lo publicó en El País, y cito de memoria. Viene a lamentarse de la injusticia histórica consistente en considerar a Chandler un extraordinario autor de novelas policíacas… y nada más. Para Fuentes, Chandler es un egregio exponente de la Generación Perdida, The Lost Generation, junto a Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemmingway o John Steinbeck. Apunta que su literatura es un fresco abierto de la sociedad y el tiempo que le ha tocado vivir, menos presuntuosa y de lectura más amena, novelas ya sin inocencia, sin ilusiones respecto a la sociedad norteamericana. Y sitúa El largo adiós a la altura de Manhattan Transfer, El Gran Gatsby o Al este del Edén. Por supuesto, superior a cualquier novela de Hemmingway, aunque equiparable a los mejores de sus extraordinarios relatos cortos.
   Su narrativa marca un antes y un después en el género y su influencia es visible en toda la novela negra posterior hasta nuestros días.
   Hasta ahí Carlos Fuentes.
   Su influencia, abundo yo, es rastreable hasta ahora mismo. Philip Kerr, el de La trilogía de Berlín, o Dennis Lehane, el de Mystic River o Shutter Island (su primera obra, Un trago antes de la guerra, es un homenaje tan transparente que parece plagio), son dos luminosos ejemplos de obra sólida y actual. O, por movernos en un universo más cercano, la última novela de José María Guelbenzú, premio Torrente Ballester 2010, se llama El hermano pequeño, título muy aproximado a La hermana pequeña, The Little Sister, 1949, quinta novela de la saga Chandler/Marlowe. Guelbenzu ha creado una serie de novelas “criminológicas” protagonizadas por Mariana de Marco, que no es detective sino juez, interesante variante. Un escritor de la talla de Guelbenzu no puede haber elegido ese nombre por azar. Es, desde el título, un claro reconocimiento al maestro. No sigo por no apabullar.
   Ante estas realidades tan poco cuestionables (y no por eso, afortunadamente, a veces cuestionadas), me pregunto yo por qué (¿por qué, por qué, por qué?) una muy reciente, e interesante, variación sobre el mismo tema (hablo de los negros rubios de los septentriones escandinavos) borra todo lo anterior y amenaza con crear una adicción excluyente a una escuela que se fagocita a sí misma, y se nutre, y se digiere, y se fotocopia en cada viejo libro nuevo o secuela, cuela.
   ¿Por qué los nuevos lectores consideran una moda una culminación? Por no haber leído los clásicos del género, así de sencillo. Su lectura es vacuna. Su desconocimiento deja sin defensas al lector desprevenido y le hace confundir lo bueno con lo mejor. En un asesinato no es lo mismo un disparo a quemarropa (Smith & Wesson del 38, cañón recortado), que una virulenta neumonía provocada por las gélidas corrientes de los vientos boreales. 
   Escribe Chandler en su, este también, imprescindible ensayo sobre “la novela de detectives”, El simple arte de matar, (en ingles The Simple Art of Murder, el simple arte de “asesinar”), “la literatura de ficción, en todas sus formas, siempre intentó ser realista”.
   Tal vez en esa verdad radique el hecho diferencial. Los países con problemas reales tienden a exponer la realidad de sus problemas a través de la literatura. Los países que carecen de ese tipo de problemas, hartos de casas de muñecas, se suben al carro de la novela negra inventando su propias realidades para escribir ficción con apariencia de realismo social. Los escritores de las sociedades más libres, justas, igualitarias y civilizadas desde que el ser humano pasta sobre la tierra, se empecinan en agigantar sus problemas, desorbitan la realidad, para entregarnos una literatura de tundra, de tristeza, de agonía.
   Cualquiera que haya visitado los países escandinavos (o visto en televisión españoles aclimatados por esos mundos) reconocerá que es un precioso planeta aburrido, no perfecto, por supuesto (eso es imposible), pero donde existe una vocación decidida por alcanzar la perfección, algo tan utópico como pretender orinar en el horizonte. Solo la constitución americana, redactada por admirables lunáticos utópicos, consagra el derecho de todos los hombres a ser felices. Nuestros nórdicos, más pragmáticos, no se atreven a tanto, pero se empeñan, a veces se despeñan, en alcanzar la mejor de las vidas posibles para todos. Que no es poco. De esta pálida imitación del paraíso surgen como una ventisca los negreros conquistadores vikingos.
   Como acotación personal creo importante reseñar que el boom de la novela policial en los países escandinavos floreció, ¿coincidencia?, con el asesinato de Olof Palme cuando era primer ministro sueco. Ese crimen jamás se resolvió, más bien se enmascaró. (Ver “Asesinato de Olof Palme” en Wikipedia, no hace falta más.)   
 Parece ser que con la connivencia de las instituciones suecas, que ignoraron pruebas de evidencias rescatadas por la investigación periodística.     
            Detrás estaba la extrema derecha que recorre todo el sistema sanguíneo del poder oculto en Europa.
   Lo anterior lo dijo Henning Mankell, el hombre en que empieza todo.
   De acuerdo que, siguiendo de nuevo a Borges en su magistral ensayo sobre Kafka, todo autor de éxito inventa sus precursores, y en ese sentido han aparecido predecesores de Mankell… que no hubieran sido traducidos si Mankell, primero, y la niña que tiraba cerillas a los hombres que odiaban a las mujeres en los palacios de las neumonías, después, no hubieran tenido el éxito arrollador que han tenido. Con toda justicia, en mi opinión.

2 comentarios:

  1. Lo malo de autores como Mankell es que enseguida enferman de éxito. Los de antes eran más consecuentes. "Retiré la palabra" a Mankell después de leer El chino, seguramente vuelva a leerle pero me concentraré en sus primeras novelas (y algo de lo de África, tal vez) porque, sinceramente, creo que baja vertiginosamente por el trampolín de lo comercial y que lo suyo cada vez tiene menos sentido. Puede que me equivoque, ¡ojalá!

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  2. Espera las siguientes entregas, la cosa va chino chano

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