viernes, 27 de julio de 2012

El síndrome de Albatros, de Gonzalo Suárez


Conocí por segunda vez a Gonzalo Suárez cuando estaba escribiendo ésta su última novela. La primera vez fue durante un pequeño congreso en Cuenca, cuando yo era un periodista imberbe y él ya un autor consagrado. Entonces compartimos en grupo varios cafés y vermús por la ciudad de las Casas Colgadas. Hace de eso mucho tiempo, tanto, que me pareció de mala educación pedirle que lo recordara cuando mi amigo Manolo Laguna, ex montador de sonido, me lo presentó de nuevo. Manolo estaba muy ilusionado por el encuentro. No sé si esperaba una especie de conjunción planetaria o algo así. Seguramente, confiaba en que conectásemos y quizás colaborásemos en algún proyecto. Lo primero ocurrió, aun sin fuegos artificiales. Lo segundo quedó en nasciturus desde el momento en que al presentarnos Gonzalo me dijo, mientras señalaba los dos volúmenes que llevaba bajo el brazo: “No me habrás traído algún libro tuyo para que lo lea”. “No -le respondí algo azorado-, traigo un libro tuyo para que me lo dediques y otro mío para dedicártelo, pero sin obligación ninguna de leerlo”.

Gonzalo nos confesaría más tarde que estaba atascado en medio de su próxima novela, que tenía que entregar en pocos meses y, en esas circunstancias, prefería no leer nada.

Fue una tarde estupenda, de esas que siempre se recuerdan. Gonzalo nos regaló con algunas de sus impagables anécdotas privadas sobre Sam Peckimpah, con quien colaboró estrechamente muchos años, y yo pude expresarle mi admiración por su obra, tanto literaria como cinematográfica. Al despedirnos me llevé los libros sin firmar. “Así -me justifiqué- tendremos una excusa para volvernos a ver”.

Han pasado dos años quizás y aún no he hemos intercambiado firmas, pero he terminado hace unas horas de leer la obra de sus desvelos. No me extraña que se atascara en más de un momento. “El síndrome de Albatros” es un auténtico tour de force en el desdoblamiento de un suceso y la gemación sus personajes. En el centro (y al principio), está una obra de teatro titulada “Lujuria”, y a su alrededor, la historia o historias que la originan o explican.

Sólo un creador tan libérrimo como Suárez podría dar a luz una obra así. Únicamente lo puedo comparar con el Torrente Ballester de “Yo no soy yo, evidentemente”. Más conocido por películas como la muy premiada “Remando al viento” (1988), Gonzalo Suárez es, para mí, más que nada, un escritor. Un escritor que a veces usa la pluma o el ordenador y a veces la cámara. Sus películas y escritos comparten un universo interior común formado relaciones imposibles y dañinas (casi siempre triángulos amorosos), búsquedas heroicas y una constante reflexión sobre la muerte. La calidad y cualidad de sus guiones los convierte en una obra literaria en sí mismos. De hecho, supongo que eso hace de él un cineasta forzosamente minoritario. Películas como “Don Juan en los infiernos” (1991) o “El detective y la muerte” (1994) son buena prueba de lo que digo.

Quizás sea con esta última con la que “El síndrome de Albatros” tiene más concomitancias, no en la trama, pero sí en el tono onírico del relato.

Y es que “El síndrome de Albatros” es eso, una novela onírica, en la que los avances de la historia no son tales, sino una suerte de espirales que nunca se alejan de su centro y que, cuando parece que lo logran, vuelven a caer de nuevo en el mismo núcleo de los sucesos.

No se espere por tanto el lector nada convencional. Gonzalo Suárez jamás lo ha sido, ni siquiera cuando filmaba de encargo o rodaba anuncios publicitarios. Con menos de treinta años inventó el nuevo periodismo tiempo antes de que se lo llamara así al otro lado del charco, firmando en La Vanguardia con su alter ego, Martin Girard. Y a lo largo de su vida ha hecho perder mucho más dinero a los productores del que les ha dado a ganar por su magnifica incapacidad para ser convencional. Pero, sin autores como él, el cine y la literatura serían mucho más aburridos. Suárez abre docenas de puertas con cada proyecto que emprende. Algunas no llevan lejos, pero otras pueden dar mucha materia para quien quiera atravesarlas. Lo hizo con la hipnótica “Parranda” (1977) y volvió ha hacerlo con la asfixiante “Epílogo” (1984). Y así lo ha venido repitiendo en el cine hasta su incomprendida “Oviedo Express” (2007) y también en relato y novela hasta sus extraordinarias no memorias “El hombre que soñaba demasiado” (2005), absolutamente recomendable.

El síndrome de albatros” es aún más ambiciosa y quizás no tan redonda como esta última porque echamos de menos el tono nostálgico y personalmente íntimo de la anterior. Pero igualmente satisfará a aquellos que por un momento quieran alejarse de los géneros y descubrir que la novela sigue siendo un paño infinito que cualquier sastre puede cortar a su antojo. Quienes sostienen que la novela está agotada, en realidad está hablando de los novelistas, no del género.

Gonzalo Suárez puede gustar más o menos, pero a sus setenta y ocho años sigue siendo el mismo enfant terrible que era medio siglo atrás. Cómo ha conseguido filmar y publicar durante cincuenta años es una suerte de milagro del que es obligatorio aprovecharse.

5 comentarios:

  1. No conozco esta novela, de la que tomo buena nota, pero disfruté hace ya unos cuantos veranos de la lectura de "Ciudadano Sade" y debo decir que "Remando al viento" es una de mis películas favoritas.

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  3. David Torrejón27 de julio de 2012 21:27

    Excelente película, sí.
    Reúne, además muchas de sus obsesiones: la muerte, una relación amorosa anticonvencional y una influencia constante de lo imaginario en lo real y viceversa.

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  4. Dando por supuesto que Gonzalo Suárez es siempre interesante (su "tour de force" que condensa los monstruos de los románticos en Villa Diodati aquel verano mítico para los Alpes, me fascina, incluso aunque la figura de Polidori fuera tan "maltratada" desde el punto de vista creativo, cuando fue el creador del vampiro aristócrata, al parecer vengándose de Byron; pero es una licencia en su maravillosa ficción que tiene un significado de lo más sugerente), lo que más me gusta de esta entrada es el momento en que se siento aterrorizado ante la entrega de un libro que se sentirá obligado a leer... y que finalmente no dedicara el ejemplar que llevaba el autor.
    Hay dos servidumbres aparejadas al oficio de escribir: la privación del derecho a elegir como lector a quién te apetece leer y a quién no (no solo por una cuestión de "mantenerse al día", sino por el compromiso de tener que aceptar libros que nunca se elegirían en una librería y que los autores regalan, incluso, pidiendo que se les comente, que se les diga, que se opine y critique, una labor de lectura editorial ardua y que no suele traer mas que problemas. La otra servidumbre es la firma y dedicatoria, más complicada cuando se conoce más de cerca a quien la pide. Se espera genialidad, cercanía, emoción... y la exigencia de tales expectativas siempre se suelen defraudar, cuando no malinterpretar. Quizá las dedicatorias deberían ser elevadas a la categoría de arte, y la lectura por compromiso erradicarse de la faz de la literatura.

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  5. ¡Ay! No puedo estar más de acuerdo, desconocido, en lo duras que son esas servidumbres. Y me imagino que cuando se es un escritor famoso, alcanzan la categoría de pesadilla. Pero quizás soy demasiado generoso con ellos. Un escritor profesional puede y debe dedicar más tiempo a la lectura (aunque hay algunos que hacen gala de no leer para no "contaminarse"). Un escritor a ratos perdidos, con una vida laboral intensa (por decir algo) como el que suscribe, debe elegir muchas veces entre leer y escribir. Y si la decisión es leer, le es obligatorio elegir con todo cuidado entre todo lo que ha ido acumulando para ese momento. Cortocircuitar la elección con una lectura de compromiso se hace, ciertamente, muy duro. No obstante, hay veces que el esfuerzo se torna placer, y es cuando se encuentra uno con algo sin publicar pero que, realmente, es un descubrimiento.

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