jueves, 7 de marzo de 2013

De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (5)


  Por Javier Guzmán

 La novela negra escandinava tiene aciertos mayúsculos y su aporte al género puede considerarse como la mayor contribución en otras lenguas y otros ámbitos en los últimos 30 años. Pero de ahí a convertirla en la sublimación absoluta hay mucho trecho. De la misma manera que el montaje (el lenguaje cinematográfico), se asienta sobre la obra Eisenstein y Orson Wells (rodada en B&N, con una cámara Mitchel y editada en moviola vertical), como reconocen todos los directores desde entonces, la novela negra actual sienta sus bases en los clásicos americanos.

   Ignorar esto es como pretender que la novela española nace con Camilo José Cela. (Por citar a nuestro último premio Nobel.)


   Las nuevas tecnologías, los efectos especiales, el 3D y todos esos avances científicos no han conseguido hacer películas mejores que los clásicos del cine. Por ejemplo, la comedia de los años cincuenta sigue siendo LA COMEDIA. ¿O alguien ha sido capaz de superar Some Like it Hot, de Billy Wilder, estrenada en España con el absurdo nombre de Con faldas y a lo loco, solo superado por el que llevó en algunos países latinoamericanos, Una Eva y dos Adanes. Como para fiarnos de los traductores profesionales.

   A día de hoy los clásicos no han sido superados. Y cuando nace una nueva obra maestra y se convierte en un nuevo clásico es porque los clásicos siempre han sido la vanguardia de su tiempo.

  Lo mismo, en todos lo sentidos, ocurre con la narrativa policial.

  Pero es que, además, dentro de la novela negra escandinava la trilogía Millenium no es bajo ningún concepto la mejor. Aunque toma mucho de su temática, su negrura es circunstancial y artificiosa, se inscribe de forma patente en la novela de aventuras y su herencia se rastrea mejor en el XIX francés que en el siglo XX sueco. Por supuesto es amena, interesante, llena de intriga y emoción hasta el último aliento… pero todavía hay clases. Con todo, el haber despertado el interés de tantos millones de personas por la lectura es suficiente para hacerle un hueco, grande, en las estanterías. Lo mismo, dirán algunos, podría decirse de La clave Da Vinci, pero existe una diferencia fundamental: La clave Da Vinci es basura y Millenium es una buena novela. Que ya es bastante.

   Lo ya intolerable es ensalzar Millenium como la culminación de un género y sepultar en el baúl de lo periclitado a los clásicos. Por eso he escrito este artículo. Para reivindicar a los padres fundadores y a su máximo representante, el rey Philip. En él continúa viva la esencia de la novela policial entendida como una investigación donde, a su rebufo, se sacuden las alfombras de la sociedad, de los comportamientos y de lo que usted, señor autor, quiera, que para eso la escribe. Pero el núcleo, lo que diferencia a la novela negra de las demás, es la investigación de un hecho delictivo.

   El término francés noir es equívoco pese a ser feliz. Aquí hablamos de novela policial o de detectives en todas sus variantes, de buenos y malos separados por una ambigua línea de comportamiento, de la lucha contra la delincuencia a través de individuos, hombre o mujeres, que en medio de sus contradicciones luchan en desigualdad de condiciones por hacer este mundo un poco mejor, en la mayoría de los casos contra la indiferencia de las instituciones encargadas de conseguir que se haga justicia auténtica, y de las jaurías de abogados preocupados únicamente por ganar el caso, aunque eso suponga sacrificar la verdad y condenar al inocente. Por eso, cuando se abandona el caso o la investigación se torna algo secundario, cuando se introducen a saco los problemas personales del protagonista, se baratea con analítica sociológica, se trufan las historias con derivaciones ajenas, se acude a la antropología, se falsean las realidades socioculturales del entorno (la novela policial se nutre de la realidad de la calle, no de la realidad virtual, mediática o imaginada por las obsesiones del autor), cuando se impone el triunfo de la justicia fácil en lugar de soportar con estoicismo la mierda de mundo en que nos ha tocado vivir… se escribe otra cosa, tal vez muy válida, tal vez muy trepidante, tal vez muy introspectiva, tal vez muy aguda psicológicamente, tal vez mejor.

   Pero no es novela negra.

   El ataque de los bárbaros puede destruir la civilización romana, de hecho pudieron, y a la larga sustituirla por otra más aceptable para el ser humano. Si te pones a ver, eso le costó a Europa, apenas, unos 1200 años.

   Y ahora, una vez despachados los correosos normandos, vamos a vernos con los endebles sajones. Segunda parte contratante etcétera.

   El largo adiós se publicó en Inglaterra en 1953. Su escritura, por tanto, es de 1952. 60 añitos de despedida no están nada mal. Ha aguantado mucho mejor que la mayoría de sus contemporáneos, hoy ya no nuestros contemporáneos. La novela, en general, según Balzac y cito de memoria, es la historia secreta de las naciones. Donde pone naciones podemos escribir familias o ciudades. La historia íntima, la única importante para las personas que sufren la historia en el anonimato. El largo adiós cuenta una historia, ¡bendito el viejo arte de contar historias!, enmarcada en un tiempo histórico floreado cuando, entre la Gran Depresión y la Guerra Fría, nacía la opulencia de la clase media americana (gracias a la guerra caliente). Y en una sociedad, la California gloriosa mitificada por el cine, el gran cine de la época, y desmitificada por el cine, el mejor cine de siempre (Ford, Huston, Hawks, Wilder y tantos más), y por escritores como Raymond Chandler, de él estamos hablando. Es, pues, una realidad inventada, desarrollada en una sociedad retratada con pasión y sin compasión. Pertenece, por situarla en alguna tendencia, al realismo desengañado casi dantesco, lasciate ogni speranza voi ch’entrate. Chandler enfoca a la clase alta, el glamoroso mundo de las finanzas, nos cuenta la vida en regias mansiones a través de las aguas residuales, menores y mayores, que cada día se eliminan por las cañerías de los retretes. Ese telón de fondo es uno de los personajes fundamentales de la novela, presente casi en cada línea.

   Y está contada en primera persona por un hombre ácido, Philip Marlowe, que ha perdido la jovialidad y la inocencia de cuando iba a visitar cuatro millones de dólares. Aquí su sueño es un retrato de Madison, un billete de 5.000 dólares, no poca paga para la época. Una noche, en la terraza de un bar, ¡maravillosos los bares de Chandler, huelen a Hopper!, un tipo borracho escurre el pie por la portezuela de un Rolls. Es Terry Lenox y Philip, siempre a punto para salvar a los buenos bebedores en peligro, la saca las castañas del fuego. Ahí arranca el principio de una nueva amistad entendida como amistad sin subterfugios ni dobles lecturas.

   (Se impone un inciso.) Hablo de una amistad a lo John Wayne en las manos de Ford o Hawks. ¿Lo recuerdan en Río Rojo dándole cera al borracho Dean Martin por recoger las monedas de la escupidera? O en El hombre que mató a Liberty Valance, pensando mucho mientras le dice, más o menos, a James Stewart, (realmente le dice menos, pero se intuye todo), pues, sí, leguleyo, sí, maté a un hombre con premeditación, alevosía y nocturnidad para salvarte a ti, pero yo, el hombre enamorado de la mujer que tú me robaste, puedo vivir con eso en mi conciencia, porque mi conciencia me permite vivir tranquilamente después de haber asesinado a un hombre malo para salvar a un hombre bueno, para salvarte a ti, amigo. (Fin del inciso).

   Más o menos ese es el tipo de amistad que Terry Lenox despierta en Philip Marlowe, una amistad sin fisuras, una recia amistad entre hombres, cosa cada vez más en entredicho. De ahí al final de la novela unos cientos de páginas memorables, una galería de personajes definidos, un montón de situaciones desesperadas o entrañables. Philip, no podía ser de otra manera, sufre un desengaño, desprecia los cinco mil dólares y se encama con Linda Loring, el gran amor de su vida, en uno de los capítulos más tiernos jamás escritos sobre el amor y sus circunstancias, lleno de ironía y enamorada complicidad.  

   En su ya, muy, citado ensayo, El simple arte de matar, Chandler define a su personaje. Nadie ha sabido hacerlo de mejor manera:
            En todo lo que se pueda llamar arte hay algo de redentor.
            El detective de este tipo de relatos debe ser un hombre completo y un hombre común, debe ser un hombre de honor por instinto, sin poder evitarlo, sin pensarlo y, por cierto, sin decirlo. Su vida privada no me importa nada. Si es un hombre de honor en una cosa lo será en todas las cosas. Es un hombre relativamente pobre, porque de lo contrario no sería detective. Es un hombre común, porque si no no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. Es un hombre solitario y su orgullo consiste en que se le trate como a un hombre. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad. El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para la aventura. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera bastantes hombres como él creo que el mundo sería un lugar más seguro para vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena vivir en él.
             
  Aproveche el aniversario. No termine el año sin haber leído El largo adiós.


¿Quieres leer el artículo completo? Aquí están los enlaces de las partes anteriores:

De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (1)
De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (2)
De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (3)
De como el rey Philip sobrevivió al ataque de los vikingos (4)

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