viernes, 28 de septiembre de 2012

Austerlitz, de W.G. Sebald



Desde que empecé a leer a W.G. Sebald tuve la impresión de estar acompañando a un paseante ensimismado que de vez en cuando nos hace partícipe de las intensas reflexiones y sentimientos que le inspiran los lugares por los que vamos, las personas con las que nos encontramos.  Un paseo que comenzó cuando él ya tenía 40 años, que le llevó por Alemania (su país de origen), Países Bajos, Austria, Suiza, Italia, Inglaterra (su país de acogida), que dio lugar a un puñado deslumbrante de libros y que acabó abruptamente cuando el automóvil que conducía chocó contra un camión en el año 2001 (¿ironías del destino?, ¿premonición?, él, que denunciaba y temía la creciente violencia como parte inseparable del desarrollo tecnológico).

Austerlitz es su última novela, y quienes hayan leído las anteriores, especialmente Vértigo y Los anillos de Saturno, reconocerán el característico estilo de frases largas y cuidadas, las referencias históricas y literarias nunca pedantes y siempre pertinentes, los sentimientos de piedad y comprensión hacia los demás que tan hondo nos tocan... También sus miedos, que comparte con sus personajes, como, en este caso, con Jacques Austerlitz, profesor de Historia del Arte que el narrador encuentra casualmente en la estación de trenes de Amberes y con quien entabla conversación a propósito de la arquitectura del edificio. Desde ese momento, a ese paseo imaginario que aludía al principio, se incorpora este extraordinario personaje que en sucesivos encuentros, siempre fortuitos, con intervalos de años y en ciudades y lugares distintos –en la estación de trenes Amberes, en un bar del barrio obrero de Lieja, en el Palacio de Justicia de Bruselas, en varios lugares de Londres, en París– al tiempo que comparte con nosotros sus originales visiones e interpretaciones sobre la arquitectura, deja entrever un profundo misterio en su existencia. Poco a poco su pasado se nos va revelando, gota a gota, casi con sufrimiento.

¿Qué es lo que le atormenta? Es algo que al principio solo podemos vislumbrar, cuando, por ejemplo, nos habla de su interés por las polillas y el desconcierto que estas experimentan cuando se pierden en la noche:

Cuando me levanto a la mañana temprano, la veo todavía inmóvil en algún lugar de la pared. Han equivocado su camino y si no se les pone otra vez fuera cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último aliento, efectivamente, se quedan, sujetas por sus garras minúsculas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferradas al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire las suelta y las echa a un rincón polvoriento.

Y es que Austerlitz se siente como las polillas, habiendo perdido una parte de su pasado, que para él solo parece comenzar cuando tenía cuatro años y medio y es recogido en una estación de tren por un pastor calvinista y su mujer, que lo llevan a vivir con ellos a un pueblecito de Gales. Desde entonces, también él permanece aferrado a ese muro del pasado, que no sabe o no puede traspasar.
Solo cuando la confianza en su interlocutor se asienta, se ve capaz de contar su extraordinaria experiencia. Después de cincuenta años, decide pasar el muro, superar su miedo y desconcierto, recuperar su origen, su nombre. Y nos lleva con él en un viaje hacia atrás, hacia su Infierno y al tiempo su Paraíso, un periplo que comienza en la estación de tren en donde fue recogido cuando era un niño, atraviesa el Canal de la Mancha en barco, media Alemania en un vagón de tren con otros niños como él, y llega a Praga, al gueto judío de Terezien, al barrio de Praga en donde nació, a su casa.

Un viaje emocionante, en el que, tal vez como las polillas, se comparte la sensación que supone recuperar el camino perdido en la noche, pero también otro sentimiento, el que expresa el propio Austerlitz:

A veces, al ver una de esas polillas que mueren en mi casa, me pregunto qué clase de miedo y de dolor sienten en el momento en que se extravían.

Un libro que llega hondo, como todos los de Winfried Georg Sebald.



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