Desde que empecé
a leer a W.G. Sebald tuve la impresión de estar acompañando a un paseante
ensimismado que de vez en cuando nos hace partícipe de las intensas reflexiones
y sentimientos que le inspiran los lugares por los que vamos, las personas con
las que nos encontramos. Un paseo
que comenzó cuando él ya tenía 40 años, que le llevó por Alemania (su país de
origen), Países Bajos, Austria, Suiza, Italia, Inglaterra (su país de acogida),
que dio lugar a un puñado deslumbrante de libros y que acabó abruptamente
cuando el automóvil que conducía chocó contra un camión en el año 2001 (¿ironías
del destino?, ¿premonición?, él, que denunciaba y temía la creciente violencia
como parte inseparable del desarrollo tecnológico).
Austerlitz es su última
novela, y quienes hayan leído las anteriores, especialmente Vértigo y Los anillos de Saturno, reconocerán el característico estilo de
frases largas y cuidadas, las referencias históricas y literarias nunca
pedantes y siempre pertinentes, los sentimientos de piedad y comprensión hacia
los demás que tan hondo nos tocan... También sus miedos, que comparte con sus
personajes, como, en este caso, con Jacques Austerlitz, profesor de Historia
del Arte que el narrador encuentra casualmente en la estación de trenes de
Amberes y con quien entabla conversación a propósito de la arquitectura del
edificio. Desde ese momento, a ese paseo imaginario que aludía al principio, se
incorpora este extraordinario personaje que en sucesivos encuentros, siempre
fortuitos, con intervalos de años y en ciudades y lugares distintos –en la
estación de trenes Amberes, en un bar del barrio obrero de Lieja, en el Palacio
de Justicia de Bruselas, en varios lugares de Londres, en París– al tiempo que
comparte con nosotros sus originales visiones e interpretaciones sobre la
arquitectura, deja entrever un profundo misterio en su existencia. Poco a poco
su pasado se nos va revelando, gota a gota, casi con sufrimiento.
¿Qué es lo que
le atormenta? Es algo que al principio solo podemos vislumbrar, cuando, por ejemplo,
nos habla de su interés por las polillas y el desconcierto que estas experimentan
cuando se pierden en la noche:
Cuando
me levanto a la mañana temprano, la veo todavía inmóvil en algún lugar de la
pared. Han equivocado su camino y si no se les pone otra vez fuera
cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último
aliento, efectivamente, se quedan, sujetas por sus garras minúsculas, rígidas
por el espasmo de la muerte, aferradas al lugar de su desgracia hasta después
de acabar su vida, hasta que un soplo de aire las suelta y las echa a un rincón
polvoriento.
Y es que
Austerlitz se siente como las polillas, habiendo perdido una parte de su pasado,
que para él solo parece comenzar cuando tenía cuatro años y medio y es recogido
en una estación de tren por un pastor calvinista y su mujer, que lo llevan a
vivir con ellos a un pueblecito de Gales. Desde entonces, también él permanece
aferrado a ese muro del pasado, que no sabe o no puede traspasar.
Solo cuando la
confianza en su interlocutor se asienta, se ve capaz de contar su
extraordinaria experiencia. Después de cincuenta años, decide pasar el muro,
superar su miedo y desconcierto, recuperar su origen, su nombre. Y nos lleva
con él en un viaje hacia atrás, hacia su Infierno y al tiempo su Paraíso, un
periplo que comienza en la estación de tren en donde fue recogido cuando era un
niño, atraviesa el Canal de la Mancha en barco, media Alemania en un vagón de
tren con otros niños como él, y llega a Praga, al gueto judío de Terezien, al
barrio de Praga en donde nació, a su casa.
Un viaje
emocionante, en el que, tal vez como las polillas, se comparte la sensación que
supone recuperar el camino perdido en la noche, pero también otro sentimiento, el
que expresa el propio Austerlitz:
A
veces, al ver una de esas polillas que mueren en mi casa, me pregunto qué clase
de miedo y de dolor sienten en el momento en que se extravían.
Un
libro que llega hondo, como todos los de Winfried Georg Sebald.
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