Por Dativo Donate
Fernando Sánchez (Madrid, 1971) ha peleado con
una novela, la primera de su firma, audaz ya desde el mismo título. No es
frecuente que se elija como tal una frase coloquial y sin sustantivos. La
cubierta del libro carece de ilustración o símbolo que acerque al lector a la
trama o al tema. Título y autor en blanco sobre fondo rojo, y nada más. En la
contracubierta, un texto inextricable sobre el mundo moderno y el aislamiento,
más un exabrupto enigmático.
Fernando Sánchez es mi amigo, lo cual me
permite conocer su obra con cierto conocimiento de causa. Con todo, yo no
escribiría amigablemente sobre su novela. Quiero decir que si la traigo a este
blog, donde tantas obras mayores se repasan, no es por compromiso de amistad,
ni por obligaciones amables. La novela que ha escrito no es amable, ni
amistosa. Es una audacia dolorosa y además interesante.
Narra una experiencia propia y tremenda. El
descubrimiento y efectos de un enemigo: un cáncer de colon. Es una experiencia
espeluznante, de las que moldean la vida posterior si se sale bien de ella. Pero
eso no basta para recomendar su lectura. Lo que me lleva a hacerlo son otros
dos aspectos. Primero, su forma y su coherencia; y en segundo lugar su reconocimiento
y su devoción al magisterio de ese enorme escritor que fue Adolfo Martínez,
desde su Erótica rural hasta la
reciente La sequía, que concluyó y
corrigió antes de fallecer en febrero de 2016.
Se ha dicho alguna vez que Adolfo dejó varias
novelas, aunque no discípulos, por lo personalísimo de su estilo, su peculiar anarquía
narradora y su humor a veces agrio y difícil. Fernando Sánchez no es de origen
ni formación rural, ni estudió Derecho y Medicina. Enviado por las
circunstancias del funcionariado docente a La Mancha, se encuentra con Adolfo
como si se topara con un lugareño que le indicase un camino útil para llegar hasta
un rodal de setas. Lo sigue, pues, agradecido; pero a su aire y pensando en sus
cosas. A veces nos encontramos con pasajes muy adolfescos, en las reflexiones y
particulares relaciones entre cosas muy diversas. Surgen en el libro Chagall, o
Hume o el estajanovismo; libremente se enhebra todo mediante la cultura y su
vinculación con el mundo circundante, y eso era Adolfo. Claro que Fernando Sánchez es un madrileño
extremo y del Atleti, lo cual basta para marcar profundas diferencias.
Diferencias que a veces pueden apuntar similitudes. Si Adolfo escribía con el
oído puesto en Gesualdo da Venosa o en Arvo Pärt, Fernando ha crecido entre bandas
de rock de prístinos y broncos decibelios. Música de Black Sabbath, Motörhead
o de AC/DC, más alguna ocasional
incursión del pop digno de respeto. Los cubatas de puticlub se truecan por
minis de cerveza o vino asequible en la calle o en el piso de algún colega. El
tractor de Adolfo no tiene nada que ver con un instituto de Secundaria. La prosa de Adolfo discurría en pos de la
armonía de las cosas, y en los diálogos esa armonía se propagaba entre los
interlocutores; sin embargo, en la prosa callejera de Fernando Sánchez brotan
los conflictos a las primeras de cambio. Otras similitudes divergentes se
advierten en la presencia de la gastronomía, en Adolfo la rural, en Fernando,
la de tasca. En Adolfo, el campo; y en Fernando, la calle. Uno de los momentos climáticos
transcurre en un partido del Atleti, en el Vicente Calderón. «Pero dentro, en el campo, a
todos se les olvidó lo del cáncer, menos a Enrique, y al cáncer».
La novela tiene como eje un cáncer, sin
proponerse un relato alentador sobre la superación de la adversidad. Más bien ahonda
en la relación conflictiva de un personaje con su cuerpo, y con el mundo que lo
rodea. Habla la novela de Fernando sobre otros cánceres: las personas
manipuladoras, los malos docentes (a los que él, como bueno que es, no
soporta), los egoístas o la morralla mediática con que se atufa y embota el
gusto de las masas. No es Fernando el personaje central, sino un tal Enrique,
profesor de Filosofía, a quien observa el narrador con la distancia similar a la
de un entomólogo y un escarabajo. Es Enrique quien descubre la enfermedad que
tiene y que lo circunda, y quien sufre y se transforma en todo ello.
Estéticamente, Fernando Sánchez elige un
estilo ágil y cambiante en múltiples registros para su voz narradora y sus
personajes, desde la exigencia humanística o la terminología médica más precisa,
al nivel deliberadamente callejero y vulgar. En todo momento se observa su
coherencia de estilo con la trama y los sucesos. Por ejemplo, al principio
abundan las expresiones escatológicas como motivo, expresión, referencia o
tema, que vertebran el libro con insistencia. Se usan para ponderar o para
injuriar, para servir como eje de la acción, para ambientar también ásperas escenas
que se cuentan como si tal cosa. El lector confuso, casi agredido, pasará por
ellas con reticencia y natural desagrado. Hasta que llega un momento en la
trama en el que el personaje comprende lo que le ocurre a su cuerpo y la
amenaza que se cierne inopinadamente sobre él. A partir de ese momento, esas
expresiones se atenúan y se contienen. Sin llegar a desaparecer, se refieren
más a los cánceres circundantes y generalmente invisibles, como el fulano que
pasea a su enorme perro sin proveerse de una bolsa donde recoger lo que el
animal se deja por ahí, leit motiv
simbólico que engloba a los negligentes que nos rodean y que empuercan sin
necesidad el tránsito ya difícil por la vida.
Adolfo dejó una obra amplia y fecunda, tanto
en lo literario como en lo pictórico. Si su estilo es irrepetible, sus
hallazgos bien pueden ser iluminadores. Fernando Sánchez ha tomado de Adolfo
esa mano que siempre tendía, para impulsar una obra propia valiente y personal,
un descenso a los infiernos que nadie le hubiera indicado, y del cual ha
extraído su propia sabiduría y perspectiva hacia las cosas. También una novela
brutal.
Dativo
Donate, octubre de 2016
El libro ha de ser bueno (a pesar de su título espantoso), a tenor de esta espléndida entrada de Dativo. Se ve a las claras que el reseñista aprecia mucho al autor, lo que no es óbice para que analice su obra con la fría precisión de un cirujano... Donde ya no cabe este objetivo distanciamiento (y es muy de agradecer que Dativo no lo haya guardado) es en en recuerdo de Adolfo, a quien tanto echamos de menos.
ResponderEliminarEl título es una llamativa osadía, en efecto. Incide en un tema fundamental del libro, como es la incomunicación pese a la cercanía. A Adolfo lo echo de menos cada día que pasa.
EliminarPrimero fue la displasia. Y tras 197 garbosas páginas, resulta que la displasia no es lo único, ni lo principal. El cardinal Koljos, Matilde todobondadosa pero inflexible con el frutero, los cameos, los diálogos aliñaos al gusto madrileño y el incuestionable 147. Y las tutorías impartidas, y me refiero tanto a las de los alumnos de Enrique como a las clases sobre filósofos austriacos y rock metálico que podemos ir recolectando los lectores según pasan los capítulos.
ResponderEliminarHe disfrutado un montón leyendo el libro porque, aunque el tema es crudo y Enrique no edulcora lo que piensa, te quedas con un sentimiento entrañable al final de cada escena, de cada (gozoso) diálogo. La ironía o los adjetivos duros no engañan al lector: las personas y parajes descritos están tratados con un cariño monumental. Y la cantidad de frases hechas, refranes y contestaciones folclóricas con las que cuenta el libro tienen un valor etnográfico indiscutible.
Felicidades por un libro así, Fernando.