Por Emilio Gavilanes
La autora, Eva Figes, cuenta cómo en
el año 1933, cuando Hitler llega al poder, siendo ella una niña, escapa de
Alemania con su familia, una familia judía burguesa, para instalarse en
Inglaterra, y cómo entre la gente que dejan atrás está esta Edith, una de las
mujeres que servían en la casa, de la que no vuelven a saber nada hasta 1947,
dos años después de acabada la guerra, en que les escribe preguntándoles si
podría volver a servir en su casa. La familia la acepta y Edith viaja a
Londres. Para entonces la narradora es una chica de 16 o 17 años, muy curiosa,
que cuando vuelve de clase y se encuentra a Edith sola en casa le pregunta cómo
fue su vida desde que ellos dejaron Berlín. Así nos enteramos de su periplo,
que no debió de ser muy distinto del de otros muchos judíos: trabajo en casas y
en negocios de alemanes no judíos, internamiento en una judenhaus, trabajo como mano de obra esclava en una fábrica, huida,
clandestinidad, búsqueda diaria de un lugar donde esconderse… Así hasta que llega
el final de la guerra y Edith, libre, no sabe qué hacer. Solo sabe que no se quiere
quedar en Alemania (los judíos alemanes, en general, no quisieron quedarse en
Alemania). Entonces se encuentra con una antigua compañera de hospicio que la
convence para ir a Palestina. Y a partir de ahí algunas de nuestras ideas sobre
los judíos (como que los judíos formaban un bloque homogéneo, mucho más al
acabar la guerra, cuando desaparece el enemigo nazi) se revelan simplonas y
quedan desbaratadas. El mapa de los odios y las filias se revela mucho mucho
más complejo, pues nos enteramos de que los judíos sionistas que viven como
colonos en Palestina odian a los judíos alemanes casi tanto como los nazis. Que
los judíos alemanes odian a los judíos polacos. Que los judíos del este de
Europa no pueden volver a sus lugares de origen porque les han arrebatado todo
y nadie les quieren allí… Hay odios cruzados en todas direcciones. “Todos se
odiaban”, dice Edith. Y es allí, en Palestina, con este panorama, cuando Edith se acuerda de la familia a la
que sirvió y les escribe pidiéndoles volver a trabajar para ellos.
La experiencia de Edith en Palestina
da pie a la autora –es uno de los grandes puntales del libro- para hacer un
alegato en contra de lo mal que se administraron esos territorios. Para ella
hay dos villanos destacados: Estados Unidos, que impidió la inmigración de los
judíos desplazados por la guerra imponiendo restricciones muy severas y
favoreciendo la emigración a Palestina (lo que agravó el problema demográfico
de la zona), y los judíos sionistas, que colonizaron aquellos territorios y se comportaron,
según ella, como nazis con la población árabe autóctona.
En este libro, que nos rompe muchos
esquemas, no faltan escenas chocantes, inesperadas, como esa gente que busca
protección de un bombardeo en un refugio antiaéreo y las bombas revientan las
cañerías de la edificación haciendo que todos mueran ahogados en el refugio. O
esas manos anónimas que en las apreturas del tranvía dejan en los bolsos de las
mujeres judías (fácilmente reconocibles porque llevan la estrella de David
cosida en la ropa) una manzana o alguna otra cosa de comer. O esos nazis que ayudan
a judíos, no solo a cambio de dinero, sino a cambio de un testimonio favorable
para cuando lleguen los aliados. O esos prisioneros extranjeros que han
trabajado como esclavos y que hacia el final de la guerra quedan libres porque
los jerarcas nazis huyen y ellos los buscan para abuchearlos…
Algunos de los mejores relatos de aventuras
de los siglos XVI y XVII están en las crónicas de Indias (plagadas de
infortunios y adversidades en que se vieron envueltos sus protagonistas sin
pretenderlo), y algunos de los más grandes relatos de aventuras del siglo XX se
encuentran entre las memorias de los judíos que sobrevivieron a la persecución
nazi. Son relatos llenos de peripecias, no en un sentido amable. festivo, de
novela juvenil. Más bien lo contrario, llenas de sufrimiento, de emoción, de
conocimiento del alma humana y de reflexión sobre la vida.
Edith viajó a Londres, pero allí la
familia que la empleó no le dio el trato cercano que ella esperaba y se
convirtió una simple sirvienta. No tardó en irse y desaparecer. El libro es una
metáfora de casi cualquier vida. De la soledad absoluta que acompaña a toda
vida y del olvido en que se hunden todas tarde o temprano.
Eva Figes Viaje
a ninguna parte (Barcelona: Edhasa, 2008)
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