Coincide nuestra vuelta a las islas por unos meses con la
lectura de unos párrafos muy afortunados de Cunqueiro:
¿Nunca has oído
hablar de las islas de la primavera perpetua? Te embarcas para ellas, llegas a
mediodía, y allí moras feliz, el cuerpo sano, luengos años, siglos más bien. El
agua de una fuente prodigiosa te mantiene en la perfecta edad, que son los
treinta y tres años, según toda la escuela de Alejandría y los neoplatónicos
florentinos.
Solamente te es
permitido el amor continente, y los banquetes vegetarianos. Lees, paseas,
escuchas música, juegas a los bolos, duermes con la cabeza apoyada en un haz de
lirios, conversas con las ninfas, ves las puestas de sol, no necesitas gabán, y
no hay tuyo ni mío. En Irlanda se discutió si habría, al menos, propiedad de la
ropa interior y de los pañuelos de nariz, pero el asunto quedó para tema de
concurso, y no he recibido noticia de lo resuelto. Los eruditos en islas de
etena juventud, o Floridas, coinciden en tanto como la virtud del agua de la
fuente de Juvencia, es necesario para la perpetua primavera corporal que el
humano abandone todo apetito sensual y se dedique a perfeccionar un único
sueño, que lo habitará todo. Así como los cartujos de Parma andan diciendo por
su huerta eso de "morir habemos", los floridos andan diciendo en voz
alta su sueño, hasta que llegan a verlo de bulto, como en retablo, o en paso de
figuras vestidas, como en el teatro.
(De Un
hombre que se parecía a Orestes, de Álvaro Cunqueiro.)
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