Por Dativo Donate
A veces no nos resistimos a tomar algo que nos gusta mucho,
aunque sepamos que nos sentará mal. A mí me pasa con el pisto y con
Kafka. Disfruto con su aparente sencillez, y luego la tortuosa digestión me da la noche.
Sin embargo no hablaré de Kafka ni del pisto. Sólo son ejemplo para que me
comprendan. Hay para mí una tercera fuente de placeres
y pesadumbres que se llama Emilio Gavilanes. Me da reparo escribir esto, porque
conozco a Emilio. Por ello me angustia confesar que no lo soporto. No quiero
decir con ello que sea mala persona, mal escritor, ni que su estilo me
disguste. Muy al contrario, Emilio Gavilanes es uno de los escritores y
narradores más inmensos que he conocido, sea
personalmente o a través de su obra. Me ocurre que cuando
devoro un plato, digo un libro, de Emilio Gavilanes, la lenta digestión de lo leído se me prolonga durante días, de modo que la primera
lectura de una obra suya se me convierte en una tarea tan apetitosa como
temible.
Conseguí hace poco Breve enciclopedia de la
infancia. Tenía que conseguirla como fuese y
le pedí a Juan, de Estudio en Escarlata, que la encargase. No va en la
línea de su librería, dedicada a la novela
policiaca, de terror y de otros géneros; pero me hizo el favor. O
la faena.
Emilio Gavilanes es una gran persona. Nada tiene que ver con
el escritor Emilio Gavilanes, que es un malvado. Este escribe con maligna
precisión, destilando en su prosa maldad, verdad y memoria. Lo hace
con tanta fuerza que, incluso cuando lo relees para aprender, se te olvida que
lo estás releyendo, para engolfarte de nuevo en lo que cuenta y
caer en la trampa. Eso me pasa con pocos escritores. Con Kafka, desde luego.
Sin embargo, poco tiene que ver Kafka con Gavilanes. El abrupto apellido de
Kafka presagia su temblorosa paranoia; en cambio la suave fluidez de el de
Gavilanes camufla el vuelo tranquilo del depredador.
Gavilanes observa desde la altura de su sensibilidad y
enseguida se lanza a cazar. O más bien parece un francotirador.
Se fija en cosas que pasan inadvertidas y te las comunica con amabilidad,
explicando al fin con contundencia aterradora los enigmas de la vida, la muerte
y el tiempo. Hay dos imágenes suyas muy similares que
me perturban. Un charco en la hondonada de un solar deja ver al secarse lo que
descansaba en su fondo: pedazos de basura, escombros, plásticos, trapos, jirones de
vidas y lo que una vez fueron deseos. En la terraza abandonada de un bar, ya
indiscernible, aflora en el barro de las primeras lluvias un tesoro de chapas,
residuo de bebidas compartidas y de también conversaciones, de amores, de
encuentros ya engullidos por el tiempo.
A Gavilanes hay que leerlo despacio y atento, como internándose por territorio enemigo.
Parece que no pasa nada, que es una mañana radiante y tranquila. Compartes
la quietud de la naturaleza; y, cuando quieres darte cuenta, algo duro y agudo
acaba de atravesarte el corazón.
La prosa narrativa de Gavilanes, y también sus haikus, contienen una
combinación perversa de concisión, ingenuidad, lirismo y
crueldad extrema. Los pájaros, que son leit motiv en su narrativa, aparecen por
ejemplo revoloteando con toda su fragilidad justo antes de sufrir algún destino espantoso. Como los
niños de arrabal. A veces me imagino lo que cuenta con dibujos
de Carlos Giménez, el autor de Paracuellos o Barrio, que van en la línea. La infancia es un
territorio mágico acotado entre la inocencia
y la brutalidad. Rezuma una crueldad natural, sin malicia, o con una malicia
tan ingenua que te provoca ternura mientras te devasta por dentro. La evocación de la infancia desde la edad
adulta, si se hace con sinceridad, desentierra muchos crímenes.
Un niño, por ejemplo, imagina que va
con sus amigos a ver a otro niño enfermo. Planean que el
enfermito se escape de su casa para vivir una aventura nocturna y van al
cementerio. Allí se encuentran con la tumba
reciente de otro amiguito. "¿De qué se ha muerto?", pregunta
el enfermo. "De lo mismo que tienes tú" le responden, con
sinceridad ingenua y atroz.
Juan Escarlata se equivoca al no tener en sus anaqueles más siniestros a Emilio
Gavilanes, solo por el hecho de que no sea un autor "de género". Yo abro siempre sus
libros con una mezcla de avidez y de ansiedad. No imagino cómo me va a destrozar otro
episodio admirable.
Tampoco es que me seduzca el sufrimiento gratuito. Lo que
pasa es que Emilio Gavilanes es además uno de los raros humoristas
que merecen llamarse como tales. El humor de Emilio empapa toda su prosa y
compensa sus lanzadas tremendistas. Se aleja del tremendismo desagradable de
Cela, que siempre se ríe de algo o de alguien. Emilio
no se ríe de nada. Hace que te rías tú por él, que te sonrías o que se abra la carcajada
ante lo que sus personajes ven, o hacen, o piensan. Los niños urden explicaciones
disparatadas ante lo desconocido, o exprimen la felicidad infinita de un
instante de fútbol, o imaginan todo tipo de
aventuras con un cartón. Viven la ficción con la certeza intensa de la
verdad, son eternos hasta que los llaman para cenar. Emilio lo cuenta con la
misma naturalidad con la que sus personajes infantiles encaran la muerte. La
vida infantil está jalonada de poesía y de atrocidades. Cuando
muere el padre o la madre de un compañero no lamentan del todo la pérdida, sino que experimentan e
incluso envidian "el prestigio de la muerte", el halo de protagonismo
que acompaña a sus huérfanos durante algún tiempo.
La magia del humor de Gavilanes se encuentra, a mi parecer,
en la ausencia de ridiculización o de censura. Sus personajes
nos resultan humanos y comprensibles, incluso los más grotescos, incluso los más depravadamente descritos por
la voz narradora que no proviene del autor, sino de un personaje tras el que se
oculta. Esa mamá que se acerca por detrás a su hijo, el Gordo, que hace
aspavientos y cucamonas ante sus amigos para hacerles reír, y descubre la pobre que la
está imitando.
Luego está la estructura. Una novela de
Emilio Gavilanes no se parece a ninguna cosa conocida. Breve enciclopedia de la
infancia parece en efecto una enciclopedia, con entradas desde las
que se amplía una idea enunciada en una
palabra. Sin embargo, desde ellas no se define, o si acaso se explica narrando.
De hecho puede ser una novela o una concatenación de narraciones unidas por
diferentes personajes y la voz del mismo narrador. Pero la estructura
descoloca. Como en Una gota de ámbar, o en El río, la insólita conformación de la obra consigue que
parezca que uno lee por primera vez. No hay dónde agarrarse, o advertir
"hasta aquí el planteamiento, esto es una
subtrama, aquello la conclusión". El relato tiene una forma
muy elaborada aunque imprevisible, terra incognita, la aventura. Avanzas por un espacio desconocido y
peligroso, lleno de belleza, de poesía y de horror. No sabes lo que
va a pasar; y peor, no sabes lo que te va a pasar.
Un libro de Emilio Gavilanes no es verdaderamente un libro.
Es un sendero incómodo hacia el alma de uno
mismo. Algunos recomiendan sus libros favoritos. Yo, con los de Emilio, no me
atrevo.
Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) ha publicado las novelas La primera aventura (Seix Barral, 1991), El bosque perdido (Seix Barral, 2001), Una gota de ámbar (Ediciones de La Discreta, 2007) y Breve enciclopedia de la infancia (XVI Premio Tiflos de Novela, Edhasa/Castalia, 2014), los libros de relatos La tabla del dos (Premio de relatos NH 2003), El río (Ediciones de La Discreta, 2005), El reino de la nada (Menoscuarto, 2011), Autorretrato (Punto de Vista Editores, 2015) e Historia secreta del mundo (Ediciones de La Discreta, 2015), por el que recibió el XII Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España el 2015. También ha publicado las colecciones de haikus Salta del agua un pez (La Veleta, 2011) y El gran silencio (La Veleta, 2013).
Que un narrador de la categoría de Dativo Donate, o un lector (y magnífico pintor) como Juan Luis Cobo, encuentren algo interesante en esos libros, es un privilegio al que muy pocos tienen acceso. Sí, soy un privilegiado.
ResponderEliminarEscribí estos apuntes sobre la "Breve Enciclopedia..." ya hace algún tiempo, y tuve mis dudas al enviarlo. Vino el Setenil, la Historia... y se quedaba casi apolillado. Cuando lo releí para enviarlo, tras leer (y releer) la Historia secreta, vi que se podría aplicar también con solo cambiar las referencias. Hay algún momento parecido, al evocar la vida borrada por el tiempo y presente en los restos avaros de las ruinas. Y no se me olvida la crucifixión atroz que escribes ahí cada vez que veo un Cristo, al que ya siempre imagino cubierto de insectos. La sensación de maravilla y espanto que transmites es muy similar, sea desde el pasado histórico de la especie o del individuo, como es el caso de la infancia. Igual de inmensa.
EliminarA pique anduve de llamar a Elena para darle el pésame "por lo del pobre Emilio", porque últimamente tengo asociada la tríada "DATIVO + NÁUFRAGOS + PANEGÍRICO" con las pompas fúnebres... Bromas aparte, subscribo, de la cruz a la fecha, esta soberbia entrada de Dativo, tanto por su agudeza crítica como por la depurada belleza con que ha sabido plasmarla; creo que Emilio bien se ha ganado un escoliasta de tan alta enjundia, y que es el único que se ha hecho merecedor a oír, en vida, los elogios que sin duda se multiplicarán en sus -espero que lejanísimas- exequias.
ResponderEliminarNo crea V.E. que no lo barruntaba yo también. Cansado de las prosas funerarias, me vengo a la vida casi corriendo, a cambiar el registro. Que ya está bien.
Eliminar