Por David Torrejón
Algunos mitos sobre el cerebro van cayendo gracias a
la ciencia, incluido ese tan extendido de que solo utilizamos una pequeña parte
de él. Es una creencia que debe consolar mucha gente y por eso no quiere desprenderse de ella
aunque la ciencia la haya desmontado hace tiempo. A estas personas les gusta
pensar, supongo, que en cualquier clase o libro de autoayuda van a encontrar el
clic para convertirse en genios en un par de horas. Por eso a los que venden
cursos y libros de autoayuda les interesa mucho que se mantenga vivo el error.
La realidad es solo ligeramente parecida: el cerebro
es un órgano plástico que interactúa constantemente con el entorno y de esa
relación consigue conocimientos y experiencias que, fijados en la memoria,
suponen sin duda un mayor rendimiento o inteligencia, si queremos llamarlo así.
Dicho de otro modo: lo único que nos puede hacer más inteligentes es la
educación en sentido amplio. Una educación que desgraciadamente depende no solo
de factores individuales, como nuestro deseo o necesidad de aprender (no
sabemos aún dónde reside la voluntad en el cerebro), sino de otros ajenos como
la sociedad y el ambiente que nos rodea.
Es una conclusión que se conoce desde hace tiempo,
pero que no termina de ser asumida por los gobiernos e incluso la propia
sociedad, por lo que no actúan en consecuencia.
Literatura: aprender en cabeza ajena
Desde el punto de vista del consumidor de historias,
la memoria también funciona de la misma forma: aprende de la experiencia. Es un
comentario habitual al llegar a cierta edad el de “cada vez leo menos novela y
más ensayo o Historia”. Con el cine el fenómeno es parecido. Conforme nos
hacemos mayores nos interesan menos las películas de aventuras o fantasía. El
por qué esto es así también puede tener que ver, creo yo, con la memoria. A
través de los libros y el cine las neuronas espejo nos permiten adquirir
experiencias de forma vicaria, experiencias que nos ayudan no solo a entender
el mundo sino a enfrentarnos a él. “Aprender en cabeza ajena”, lo llama la
sabiduría popular. Parece lógico que, conforme adquirimos más experiencias
propias y ajenas el incremento de novedades que nos aportan estas obras tienda
a ser menor. Y en cualquier caso es un conocimiento repetitivo. Por el contrario,
el ensayo o la Historia nos aportan, como se dice ahora, más valor, más
conocimiento o experiencia y de un tipo más sofisticado. Por eso, uno de los
elogios que más he apreciado en mi vida como escritor fue el de un amigo
profesor que me confesó que, gracias a una de mis obras, había vuelto a leer
ficción después de años de pensar que ya no le aportaba nada. No sé si le habrá
durado el nuevo impulso, le preguntaré.
Porque no solo aprendemos y memorizamos sin querer las
experiencias sino la estructura y las claves de las narraciones. Si hemos visto
suficientes series policiacas podemos saber con una certeza bastante alta cómo
terminará el episodio e incluso quién es el culpable. Quizás por eso están
teniendo éxito las series que rompen con las fórmulas sabidas, aunque
desgraciadamente no soy quien para decirlo porque no consigo engancharme a
ninguna por falta de tiempo y continuidad. La última que pude seguir fue la
magnífica Cámera café, con eso digo
todo.
Los engaños de la memoria
La memoria nos hace marisabidillos y a veces nos puede jugar malas pasadas. Una
bastante curiosa tiene que ver con la forma en que memorizamos caras o
tipologías asociándolas a la personalidad del personaje. Si tuvimos un amigo en
la universidad que era simpático, alegre y con un sentido del humor similar al
nuestro y era ancho, moreno con la cabeza cuadrada y un hermoso bigote, un día
podemos encontrarnos en una reunión con un alguien parecido a él físicamente y,
seguramente sin ser conscientes de ello, empezaremos a tratarlo con demasiada
confianza, sin que el pobre entienda por qué, hasta que empiece a mirarnos de
forma rara.
Pero también puede ocurrir que el tipo en cuestión capte
el tono en el que nos estamos dirigiendo a él e intuya la respuesta que
esperamos y así, podríamos acabar teniendo una conversación parecida a la que
habríamos tenido con nuestro amigo. En el fondo, todos somos un poco Zelig,
aunque algunos más que otros.
Pero también podemos ponernos en el lado negativo y
asociar un tipo de rostro o físico con una mala experiencia experimentada en el
pasado. En ese caso, injustificadamente, tendríamos una aproximación poco
adecuada a alguien con rasgos similares y como suele decirse, empezar con mal
pie.
Duplicados de memoria
Y una última reflexión sobre la memoria. En la medida
en que somos memoria, no somos replicables. Un duplicado genético nuestro
podría ser alguien en muchos aspectos completamente distinto a nosotros a pesar
de ser idéntico. Para duplicarnos tendríamos que duplicar nuestra experiencia y
eso parece imposible. ¿Imposible? Si tuviésemos una capacidad ilimitada de
almacenamiento y naciésemos con un dispositivo que grabase todo lo que ocurre
en nuestro cerebro podríamos especular con que, si fuésemos capaces de
trasladar esa grabación a un cuerpo idéntico, estaríamos consiguiendo un
duplicado perfecto. Aun así, no seríamos la misma persona, obviamente, pero
para los demás seguramente sí. Si un presidente de los EEUU, por ejemplo, fuera
asesinado en atentado, podría ser clonado y reconstruido su cerebreo por
completo hasta el día del atentado. Pero para eso habría que esperar a que el
clon cumpliese la misma edad, lo que resulta bastante molesto para un sistema
democrático, por lo que este servicio de clonación necesitaría, además, de copias
del presidente en blanco almacenadas en algún sitio y dispuestas a recibir su
memoria si fuera necesario.
Pero, por otro lado ¿y si pusiésemos nuestra
experiencia y memoria de 60 años en nuestro mismo cuerpo a los 18? ¿Y en un
cuerpo distinto? ¿Del sexo contrario? Surgen muchas posibilidades que harían
las delicias del mismísimo Stanislav Lem.
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