Por Luis Junco
Phineas Gage era el capataz de una cuadrilla de
obreros que en 1848 construía una vía férrea cerca de la pequeña población de
Cavendish, en Vermont. En aquellos momentos tenía 26 años, estaba soltero y era
un hombre afable, buen trabajador y que fácilmente se ganaba la confianza de
sus subordinados. En septiembre, el grupo seguía con el duro trabajo que ya
llevaba haciendo desde hacía meses: establecer la base de la nueva vía por
medio de la voladura controlada de la cama de roca granítica que había en
aquella zona. Con taladros se barrenaban las rocas en precisos lugares, que,
rellenos de pólvora negra y arena, eran explosionados para desmenuzar el
granito. Con picos, palas, palancas y pequeñas grúas, los trozos eran luego
apartados y cargados en carros de bueyes, abriendo así el camino a la
futura línea férrea. El propio capataz se encargaba de la voladura. Después de
que un ayudante hubiera rellenado el hueco con la pólvora y la arena, Phineas,
armado de su bastón de apisonar -una barra de hierro de 6 kg de peso, de poco
más de un metro de longitud, de unos 3 cm de espesor y que acababa en punta, como
una jabalina-, entraba en acción. Con el extremo grueso del bastón apisonaba la arena
contra la pólvora taponando el agujero, y con el aguzado introducía
cuidadosamente la mecha hasta la base de explosivo. Luego, tras el preceptivo
aviso, prendía la mecha y se alejaba rápidamente. Pero aquel 13 de septiembre
algo no salió según lo previsto. Fuera porque el ayudante se olvidara verter la
arena en aquel hueco o porque el propio Phineas se distrajo en el último
momento, lo cierto es que una chispa provocada por el roce del bastón de hierro
con el granito cayó directamente sobre la pólvora y se produjo la explosión. La
barra de hierro, convertida en terrible proyectil, salió disparada de entre las
manos del capataz, se le metió por debajo de la mejilla izquierda y salió por
la frente, por encima de la línea de nacimiento del pelo, para acabar a más de
diez metros del lugar. Todo ocurrió en una fracción de segundo.
Unos cuantos hombres que trabajaban cerca fueron
testigos del accidente. Dicen que vieron cómo la barra atravesaba la
cabeza del capataz, que cayó de espaldas. Rápido corrieron hacia él, y entre el
humo de la explosión vieron que Phineas se levantaba y, mientras maldecía, se
sacudía el polvo de los pantalones. Tenía la cara manchada de sangre y pólvora,
pero insistía en que estaba bien, que no había pasado nada. Pero aquellos
hombres sabían lo que habían visto. Engancharon un caballo a una de las
carretas e insistieron en llevar cuanto antes a su capataz a la población más
cercana para que fuera atendido por un médico.
Sentado al borde de la carreta con los pies
colgando por fuera, aún Phineas Gage tuvo la tranquilidad de escribir en su
diario de trabajo la circunstancia del accidente y, antes de partir, pedir que
le trajeran su bastón de apisonar. Tuvieron que limpiarlo, porque estaba
manchado de sangre y restos de masa cerebral.
Ya en Cavendish, Phineas tuvo que esperar casi
una hora hasta la llegada del médico del pueblo, el doctor Harlow, que había
tenido que salir de la población, lo que hizo sentado tranquilamente en el
porche del hotel en el que se alojaba, contándole al hotelero lo que le había
pasado, siempre restándole importancia y con tintes de humor. El mismo tono que
empleó con el propio doctor Harlow cuando éste llegó y comenzó a examinarlo. El
médico no podía creer lo que le decían los testigos del accidente y el propio
Phineas; pero no tardó en comprobarlo por sí mismo al rasurarle el cráneo y
tener a la vista la terrible herida abierta por el hierro. Parte del hueso del
cráneo había desaparecido y otra parte estaba levantada, dejando a la vista el
cerebro. En la cavidad bucal se apreciaba otro horrible agujero, por el que el
capataz seguía sangrando, y sin embargo en la mejilla izquierda, por donde el
bastón había entrado, apenas se apreciaba un limpio corte. Para el doctor John
Harlow, aquel hombre tenía que estar muerto.
Sin embargo, Phineas Gage sobrevivió. Seguramente
por su fuerte constitución y los cuidados del doctor Harlow, superó el riesgo
de la temible "sepsis" de la herida (en 1848 no había antibióticos,
ni siquiera se sabía de la presencia y acción letal de las bacterias) y dos
meses después del accidente estaba completamente recuperado. Al menos en
apariencia, pues, tanto para su familia más cercana -su madre y su hermana-,
como para sus antiguos compañeros, el carácter de Phineas había cambiado
sorprendentemente. De ser un hombre atento, agradable en el trato, muy
considerado en su lenguaje, se había convertido en un ser desagradable,
desconsiderado especialmente con las mujeres, y empleando unas palabras soeces
y expresiones insultantes que nunca antes le habían escuchado. También el
doctor Harlow fue testigo y anotó muchos de estos rasgos del cambio de su
comportamiento, pero, obligado por su secreto profesional, los guardó durante
más de veinte años. Entretanto, el caso se había difundido en círculos médicos
e investigadores, y a principios de 1850, por la mediación del doctor Harlow,
Phineas Gage asiste a un congreso de investigadores del cerebro en Boston. Dos
grupos con ideas diferentes -los "globalistas", que consideraban el cerebro
como un órgano que funcionaba como un todo; los "localistas", que
llegaban a identificar más de 60 "órganos" con funciones distintas dentro del
cerebro- disputaban y trataban de certificar sus respectivas teorías en base al caso
de Phineas Gage. Y aunque, a pesar de la deficiencia de sus conocimientos (aún
no tenían idea de lo que era una neurona), parte de las explicaciones de unos y
otros se demostrarían ciertas con el tiempo, el encuentro sirvió para impulsar
el estudio del cerebro y la búsqueda de nuevas explicaciones. (La fotografía
del recuperado Phineas, sentado y con el bastón de apisonar en la mano,
corresponde a ese encuentro médico en Boston.)
Después, la vida de Phineas parece diluirse.
Sabemos que intentó recuperar su antiguo empleo de capataz en la misma compañía
que construía la línea férrea. Pero, tanto en ese trabajo, como en otros que
solicitó, era al poco despedido porque el trato con sus subordinados y
superiores, antes exquisito, ahora era siempre motivo de bronca y conflictos.
En 1852, cuatro años después del accidente, consiguió un trabajo en Sudamérica y durante siete años se convirtió en el conductor del Concord, un gigantesco
coche de seis toneladas de peso, tirado por seis caballos y enormes ruedas de
madera que hacía el recorrido entre Valparaíso y Santiago, en Chile, llevando
pasajeros y correo. (Es una pena que el doctor Harlow, que lo intentó años más
tarde, no pudiera reconstruir aquellos siete años de la vida de Phineas en
Chile y quedaran sin aclarar cuestiones tan interesantes como si se modificó
su comportamiento social, sus relaciones, si las tuvo, si consiguió aprender el
español, etc. De lo que sí estaba casi seguro el doctor Harlow era de que aquel
duro trabajo como conductor en las llanuras y desiertos chilenos, sometido a
constante bamboleo y esfuerzo, debieron de influir negativamente en un cerebro
ya tan tocado por el terrible accidente.)
En 1859 Phineas Gage volvió a Estados Unidos, a
la casa de su madre, que se había mudado a San Francisco. Y según ésta, apenas
podía reconocerle, y no tanto porque hubiera cambiado físicamente, sino por su
carácter tan esquivo, hosco, cambiante. Seguía llevando su bastón de apisonar,
que se había convertido como en una parte esencial de sí mismo, y de nuevo
trató conseguir trabajo en la construcción. Pero fue imposible. El único
trabajo que logró mantener fue en unos establos, cuidando caballos. Toda su
antigua afabilidad y buen trato parecía haberse trasladado a los animales,
especialmente a los caballos y a los perros. Y a los niños. Estos daban cuenta
de las historias fantásticas y maravillosas que Phineas les contaba y con las
que quedaban hechizados.
En 1860, a causa de sucesivos ataques
epilépticos, que no habían cesado desde su vuelta de Chile, Phineas Gage murió
en la casa de una hermana suya en San Francisco y fue enterrado en el
cementerio de aquella localidad. Y en 1868, el doctor John Harlow, que nunca
olvidó su historia y que volvió a contactar con Hanna Gage, la madre de
Phineas, logró de ésta el permiso para exhumar el cadáver de su hijo y recobrar
el cráneo. Y el bastón de apisonar, con el que le habían enterrado. Ambas cosas
se exhiben hoy en la Escuela Médica de Harvard. Y la imagen del cráneo es la
que aparece en la portada de este interesante y emotivo libro de John
Fleischman.
Hoy, ciento sesenta y cinco años después de aquel
terrible accidente, los conocimientos sobre el cerebro humano han demostrado
que es el objeto más complejo y maravilloso del universo conocido. Aparatos
sofisticados, como los MRI o los PET, nos permiten verlo en acción: cómo se
desarrollan nuestros pensamientos y emociones, cómo y dónde se guardan nuestros
recuerdos; por qué y qué zonas son las responsables de enfermedades como la de
Parkinson, la de Alzheimer o la esquizofrenia. Estos conocimientos, junto con el
desarrollo de la computación y la nanotecnología, nos colocan a las puertas de
escenarios que hace unos años eran inconcebibles. Hoy ya es posible insertar un
chip en el cerebro de un paciente paralítico que, conectado a un ordenador, le
permite navegar por internet, enviar e-mails, controlar su silla de ruedas, y le sería posible, si hubiera un exoesqueleto adosado a los miembros paralizados,
adquirir de nuevo los movimientos básicos. Ya se recogen en un ordenador las
respuestas de un cerebro humano a sensaciones y emociones en una especie de
diccionario que podría ser la base de una brain-net, a
través de la cual pensamientos, sensaciones y emociones serían compartidas a
través de la red. Se habla, incluso,
de la posibilidad de insertar memorias con habilidades específicas en los
cerebros, con lo que se conseguiría una habilidad que antes no se tenía.
Descifrar y reconstruir la conexión de los 100
mil millones de neuronas que en intrincada red constituyen la base de nuestra
conciencia (sugerente imagen especular, por cierto, de los 100 mil millones de
estrellas que forman nuestra galaxia) se ha convertido en el objetivo de dos
proyectos independientes ya en marcha: uno en Estados Unidos (propiciado por el
presidente Obama) y otro en la Unión Europea.
Todo esto abre perspectivas insospechadas y hace plantearnos cuestiones enormes, como si sería posible crear copias de un
cerebro, con todo lo que contiene. ¿Podría ser nuestra conciencia descargada
como un programa de ordenador? ¿Podrían envejecer y morir nuestros cuerpos pero
nuestras mentes continuar vivas y evolucionar fuera de los cuerpos? ¿Sería eso
la inmortalidad?
Más allá de la ciencia ficción, no es muy
descabellado imaginar galácticos colonos humanos que, libres de sus cuerpos,
viajan en haces de rayos láser entre las próximas estrellas.
¿En serio? "Hoy ya es posible insertar un chip en el cerebro de un paciente paralítico que, conectado a un ordenador, le permite navegar por internet, enviar e-mails, controlar su silla de ruedas, y le sería posible, si hubiera un exoesqueleto adosado a los miembros paralizados, adquirir de nuevo los movimientos básicos."
ResponderEliminarNo solamente eso, amigo Félix, pues los avances del conocimiento del cerebro y sus aplicaciones en los últimos quince años han sido espectaculares.
EliminarAdemás de lo indicado, hoy día se han creado brazos mecánicos que reproducen perfectamente todas las partes de un brazo humano y que insertados en una persona cuadripléjica le permiten recuperar esos movimientos. Se conectan electrodos a la parte del cerebro que gobierna el movimiento del brazo del paciente y la señal va a un ordenador y al brazo mecánico. El caso más reciente es el de Jan Sherman, que apareció en un programa televisivo saludando al presentador con su brazo "nuevo".
Otros experimentos espectaculares, en este caso de telequinésis, se siguen realizando con simios. Se les inserta en el cerebro un chip de 100 electrodos y se les hace caminar en una especie de noria. Un ordenador registra las señales que emite el cerebro, que, enviadas a través de la red, hacen que un robot a miles de quilómetros, camine, repitiendo el movimiento del simio.
Asombroso, genial cuento el de la vida de este Phineas, Luis. Es para una antología. Quizá lo haya pensado más gente: se podría intentar reconstruir los agujeros de su biografía.
ResponderEliminarY las posibilidades que se abren en la investigación del cerebro, eso es otra novela.
Emilio