miércoles, 15 de julio de 2015

Phineas Gage. Una historia terrible y verdadera sobre la ciencia del cerebro, de John Fleischman

Por Luis Junco


Phineas Gage era el capataz de una cuadrilla de obreros que en 1848 construía una vía férrea cerca de la pequeña población de Cavendish, en Vermont. En aquellos momentos tenía 26 años, estaba soltero y era un hombre afable, buen trabajador y que fácilmente se ganaba la confianza de sus subordinados. En septiembre, el grupo seguía con el duro trabajo que ya llevaba haciendo desde hacía meses: establecer la base de la nueva vía por medio de la voladura controlada de la cama de roca granítica que había en aquella zona. Con taladros se barrenaban las rocas en precisos lugares, que, rellenos de pólvora negra y arena, eran explosionados para desmenuzar el granito. Con picos, palas, palancas y pequeñas grúas, los trozos eran luego apartados y cargados en carros de bueyes, abriendo así el camino a la futura línea férrea. El propio capataz se encargaba de la voladura. Después de que un ayudante hubiera rellenado el hueco con la pólvora y la arena, Phineas, armado de su bastón de apisonar -una barra de hierro de 6 kg de peso, de poco más de un metro de longitud, de unos 3 cm de espesor y que acababa en punta, como una jabalina-, entraba en acción. Con el extremo grueso del bastón apisonaba la arena contra la pólvora taponando el agujero, y con el aguzado introducía cuidadosamente la mecha hasta la base de explosivo. Luego, tras el preceptivo aviso, prendía la mecha y se alejaba rápidamente. Pero aquel 13 de septiembre algo no salió según lo previsto. Fuera porque el ayudante se olvidara verter la arena en aquel hueco o porque el propio Phineas se distrajo en el último momento, lo cierto es que una chispa provocada por el roce del bastón de hierro con el granito cayó directamente sobre la pólvora y se produjo la explosión. La barra de hierro, convertida en terrible proyectil, salió disparada de entre las manos del capataz, se le metió por debajo de la mejilla izquierda y salió por la frente, por encima de la línea de nacimiento del pelo, para acabar a más de diez metros del lugar. Todo ocurrió en una fracción de segundo.

Unos cuantos hombres que trabajaban cerca fueron testigos del accidente. Dicen que vieron cómo la barra atravesaba la cabeza del capataz, que cayó de espaldas. Rápido corrieron hacia él, y entre el humo de la explosión vieron que Phineas se levantaba y, mientras maldecía, se sacudía el polvo de los pantalones. Tenía la cara manchada de sangre y pólvora, pero insistía en que estaba bien, que no había pasado nada. Pero aquellos hombres sabían lo que habían visto. Engancharon un caballo a una de las carretas e insistieron en llevar cuanto antes a su capataz a la población más cercana para que fuera atendido por un médico.

Sentado al borde de la carreta con los pies colgando por fuera, aún Phineas Gage tuvo la tranquilidad de escribir en su diario de trabajo la circunstancia del accidente y, antes de partir, pedir que le trajeran su bastón de apisonar. Tuvieron que limpiarlo, porque estaba manchado de sangre y restos de masa cerebral.

Ya en Cavendish, Phineas tuvo que esperar casi una hora hasta la llegada del médico del pueblo, el doctor Harlow, que había tenido que salir de la población, lo que hizo sentado tranquilamente en el porche del hotel en el que se alojaba, contándole al hotelero lo que le había pasado, siempre restándole importancia y con tintes de humor. El mismo tono que empleó con el propio doctor Harlow cuando éste llegó y comenzó a examinarlo. El médico no podía creer lo que le decían los testigos del accidente y el propio Phineas; pero no tardó en comprobarlo por sí mismo al rasurarle el cráneo y tener a la vista la terrible herida abierta por el hierro. Parte del hueso del cráneo había desaparecido y otra parte estaba levantada, dejando a la vista el cerebro. En la cavidad bucal se apreciaba otro horrible agujero, por el que el capataz seguía sangrando, y sin embargo en la mejilla izquierda, por donde el bastón había entrado, apenas se apreciaba un limpio corte. Para el doctor John Harlow, aquel hombre tenía que estar muerto.

Sin embargo, Phineas Gage sobrevivió. Seguramente por su fuerte constitución y los cuidados del doctor Harlow, superó el riesgo de la temible "sepsis" de la herida (en 1848 no había antibióticos, ni siquiera se sabía de la presencia y acción letal de las bacterias) y dos meses después del accidente estaba completamente recuperado. Al menos en apariencia, pues, tanto para su familia más cercana -su madre y su hermana-, como para sus antiguos compañeros, el carácter de Phineas había cambiado sorprendentemente. De ser un hombre atento, agradable en el trato, muy considerado en su lenguaje, se había convertido en un ser desagradable, desconsiderado especialmente con las mujeres, y empleando unas palabras soeces y expresiones insultantes que nunca antes le habían escuchado. También el doctor Harlow fue testigo y anotó muchos de estos rasgos del cambio de su comportamiento, pero, obligado por su secreto profesional, los guardó durante más de veinte años. Entretanto, el caso se había difundido en círculos médicos e investigadores, y a principios de 1850, por la mediación del doctor Harlow, Phineas Gage asiste a un congreso de investigadores del cerebro en Boston. Dos grupos con ideas diferentes -los "globalistas", que consideraban el cerebro como un órgano que funcionaba como un todo; los "localistas", que llegaban a identificar más de 60 "órganos" con funciones distintas dentro del cerebro- disputaban y trataban de certificar sus respectivas teorías en base al caso de Phineas Gage. Y aunque, a pesar de la deficiencia de sus conocimientos (aún no tenían idea de lo que era una neurona), parte de las explicaciones de unos y otros se demostrarían ciertas con el tiempo, el encuentro sirvió para impulsar el estudio del cerebro y la búsqueda de nuevas explicaciones. (La fotografía del recuperado Phineas, sentado y con el bastón de apisonar en la mano, corresponde a ese encuentro médico en Boston.)

Después, la vida de Phineas parece diluirse. Sabemos que intentó recuperar su antiguo empleo de capataz en la misma compañía que construía la línea férrea. Pero, tanto en ese trabajo, como en otros que solicitó, era al poco despedido porque el trato con sus subordinados y superiores, antes exquisito, ahora era siempre motivo de bronca y conflictos. En 1852, cuatro años después del accidente, consiguió un trabajo en Sudamérica y durante siete años se convirtió en el conductor del Concord, un gigantesco coche de seis toneladas de peso, tirado por seis caballos y enormes ruedas de madera que hacía el recorrido entre Valparaíso y Santiago, en Chile, llevando pasajeros y correo. (Es una pena que el doctor Harlow, que lo intentó años más tarde, no pudiera reconstruir aquellos siete años de la vida de Phineas en Chile y quedaran sin aclarar cuestiones tan interesantes como si se modificó su comportamiento social, sus relaciones, si las tuvo, si consiguió aprender el español, etc. De lo que sí estaba casi seguro el doctor Harlow era de que aquel duro trabajo como conductor en las llanuras y desiertos chilenos, sometido a constante bamboleo y esfuerzo, debieron de influir negativamente en un cerebro ya tan tocado por el terrible accidente.)


En 1859 Phineas Gage volvió a Estados Unidos, a la casa de su madre, que se había mudado a San Francisco. Y según ésta, apenas podía reconocerle, y no tanto porque hubiera cambiado físicamente, sino por su carácter tan esquivo, hosco, cambiante. Seguía llevando su bastón de apisonar, que se había convertido como en una parte esencial de sí mismo, y de nuevo trató conseguir trabajo en la construcción. Pero fue imposible. El único trabajo que logró mantener fue en unos establos, cuidando caballos. Toda su antigua afabilidad y buen trato parecía haberse trasladado a los animales, especialmente a los caballos y a los perros. Y a los niños. Estos daban cuenta de las historias fantásticas y maravillosas que Phineas les contaba y con las que quedaban hechizados.

En 1860, a causa de sucesivos ataques epilépticos, que no habían cesado desde su vuelta de Chile, Phineas Gage murió en la casa de una hermana suya en San Francisco y fue enterrado en el cementerio de aquella localidad. Y en 1868, el doctor John Harlow, que nunca olvidó su historia y que volvió a contactar con Hanna Gage, la madre de Phineas, logró de ésta el permiso para exhumar el cadáver de su hijo y recobrar el cráneo. Y el bastón de apisonar, con el que le habían enterrado. Ambas cosas se exhiben hoy en la Escuela Médica de Harvard. Y la imagen del cráneo es la que aparece en la portada de este interesante y emotivo libro de John Fleischman.

Hoy, ciento sesenta y cinco años después de aquel terrible accidente, los conocimientos sobre el cerebro humano han demostrado que es el objeto más complejo y maravilloso del universo conocido. Aparatos sofisticados, como los MRI o los PET, nos permiten verlo en acción: cómo se desarrollan nuestros pensamientos y emociones, cómo y dónde se guardan nuestros recuerdos; por qué y qué zonas son las responsables de enfermedades como la de Parkinson, la de Alzheimer o la esquizofrenia. Estos conocimientos, junto con el desarrollo de la computación y la nanotecnología, nos colocan a las puertas de escenarios que hace unos años eran inconcebibles. Hoy ya es posible insertar un chip en el cerebro de un paciente paralítico que, conectado a un ordenador, le permite navegar por internet, enviar e-mails, controlar su silla de ruedas, y  le sería posible, si hubiera un exoesqueleto adosado a los miembros paralizados, adquirir de nuevo los movimientos básicos. Ya se recogen en un ordenador las respuestas de un cerebro humano a sensaciones y emociones en una especie de diccionario que podría ser la base de una brain-net, a través de la cual pensamientos, sensaciones y emociones serían compartidas a través de la red. Se habla, incluso, de la posibilidad de insertar memorias con habilidades específicas en los cerebros, con lo que se conseguiría una habilidad que antes no se tenía.

Descifrar y reconstruir la conexión de los 100 mil millones de neuronas que en intrincada red constituyen la base de nuestra conciencia (sugerente imagen especular, por cierto, de los 100 mil millones de estrellas que forman nuestra galaxia) se ha convertido en el objetivo de dos proyectos independientes ya en marcha: uno en Estados Unidos (propiciado por el presidente Obama) y otro en la Unión Europea.

Todo esto abre perspectivas insospechadas y hace plantearnos cuestiones enormes, como si sería posible crear copias de un cerebro, con todo lo que contiene. ¿Podría ser nuestra conciencia descargada como un programa de ordenador? ¿Podrían envejecer y morir nuestros cuerpos pero nuestras mentes continuar vivas y evolucionar fuera de los cuerpos? ¿Sería eso la inmortalidad?


Más allá de la ciencia ficción, no es muy descabellado imaginar galácticos colonos humanos que, libres de sus cuerpos, viajan en haces de rayos láser entre las próximas estrellas.

3 comentarios:

  1. ¿En serio? "Hoy ya es posible insertar un chip en el cerebro de un paciente paralítico que, conectado a un ordenador, le permite navegar por internet, enviar e-mails, controlar su silla de ruedas, y  le sería posible, si hubiera un exoesqueleto adosado a los miembros paralizados, adquirir de nuevo los movimientos básicos."

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    1. No solamente eso, amigo Félix, pues los avances del conocimiento del cerebro y sus aplicaciones en los últimos quince años han sido espectaculares.

      Además de lo indicado, hoy día se han creado brazos mecánicos que reproducen perfectamente todas las partes de un brazo humano y que insertados en una persona cuadripléjica le permiten recuperar esos movimientos. Se conectan electrodos a la parte del cerebro que gobierna el movimiento del brazo del paciente y la señal va a un ordenador y al brazo mecánico. El caso más reciente es el de Jan Sherman, que apareció en un programa televisivo saludando al presentador con su brazo "nuevo".

      Otros experimentos espectaculares, en este caso de telequinésis, se siguen realizando con simios. Se les inserta en el cerebro un chip de 100 electrodos y se les hace caminar en una especie de noria. Un ordenador registra las señales que emite el cerebro, que, enviadas a través de la red, hacen que un robot a miles de quilómetros, camine, repitiendo el movimiento del simio.

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  2. Asombroso, genial cuento el de la vida de este Phineas, Luis. Es para una antología. Quizá lo haya pensado más gente: se podría intentar reconstruir los agujeros de su biografía.
    Y las posibilidades que se abren en la investigación del cerebro, eso es otra novela.
    Emilio

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