Juan Varela-Portas de Orduña
La editorial Baile del Sol tiene la elegante costumbre de regalarte
algún libro de su catálogo cuando adquieres otro a través de su web. Lo malo es
que a menudo cuando se nos regala algo de esa manera no le prestamos atención,
como si el hecho de no haber pagado por ello fuese índice de su escaso valor, y
pensásemos que lo que la editorial nos manda es un deshecho, una sobra. ¡Qué
lejos estamos de la noble ideología feudal del don, y qué impregnados de la
idea de que las cosas valen lo que cuestan (síntoma de necedad, como advertía
el poeta)!
Cuando hace unos meses compré la última estupenda novela breve de Luis
Junco, Días de lluvia (Tenerife, Baile del sol, 2014), la editorial tuvo
la amabilidad de regalarme un libro al que, necio de mí, no hice ni puñetero
caso. Afortunadamente, algún tiempo después hice acopio de libros sin leer
(esos que se acumulan en nuestros rincones, estanterías, mesillas de noche,
mesas de comedor…, que pasan de un lado a otro de la casa sin que nos atrevamos
a ponerlos en su supuesto sitio, que nos azuzan la mala conciencia de no
haberlos leído apareciendo en los sitios de la casa más inesperados), y casi
sin quererlo hojee aquel regalo tinerfeño. Al punto me di cuenta de que tenía
entre mis manos un libro no solo de enjundia sino de enorme fuerza expresiva y
gran densidad de ideas, uno de esos escasos libros de los que me gusta decir
que está escrito con el cuchillo entre los dientes, con el autor dispuesto a
hacer sangre. Se trataba de un libro-poema titulado Tratado del mal, de
un escritor cuyo nombre, en mi supina ignorancia, nada me decía, Carlos Pinto
Grote, una obra cuya edición original era de 1981 y que yo tenía en mis manos
en una reedición de 2008.
Leí el libro con avidez y de una sentada, y me dejó realmente
maltrecho durante algún tiempo. Se trataba de un recorrido por la maldad
humana, o, tal vez mejor, por la historia humana como materialización de la
maldad. Un libro en el que, por medio de un lenguaje realmente vigoroso,
enfurecido a veces, con un ritmo poético recio que no te deja casi ni respirar
y que fluye torrencialmente, se examina y se denuncia la ambición, la
hipocresía, el desamor, la injusticia, la mentira, la crueldad, la soledad, el
terror…:
La historia de los hombres
es la enumeración de los nombres del mal.
La historia de los hombres
es la enumeración de las formas del mal.
La historia de los hombres es la historia del mal.
Nadie se salva.
Y aquellos puros, santos, profetas, dioses,
son anegados en el Leteo
por los nombres y las formas del mal.
Un libro estremecedor en el que no parece haber resquicio a la
esperanza:
Aunque cubiertos con las más duras corazas
nos adentremos en la lucha,
algún mal nos hiere.
Tan difícil resulta vivir el drama ajeno.
Y si rechazamos el mal
que los otros nos cuentan,
no somos inmunes a los vapores sutiles y mefíticos
de tantas obscenidades
y tardan en cerrarse las úlceras
que toda pestilencia trae consigo.
Somos, al final, una dura cicatriz
insoportable y dolorosa
que va, poco a poco, cegándonos, ensordeciéndonos,
acabando con la única fuente de dicha: esa ternura
que nos queda en el fondo del corazón
que acaso no late: tan difícil es su trabajo.
Sin embargo, el poeta declara al principio, en una nota introductoria,
su fe en que el mal humano puede ser conjurado. Es una nota en la que se nos
muestra el origen de la intensidad poética del libro, pues nos deja claro que,
aunque el poeta propone una reflexión, esa reflexión no es abstracta y
desprendida, sino por el contrario muy personalmente vivida como parte de una
catarsis, como modo de tratar de superar el dolor y la angustia que ese mal
histórico le produce:
“El libro relata una catarsis. Por ello su significado no se alcanza
con facilidad.
El poeta padeció incontables desasosiegos y largas angustias durante
los tres años que dedicó a escribirlo.
La dura y constante meditación a que le obligaba el poema, hizo que,
profesionalmente, tomara una “senda de leñador” y se apartara de la calle
ciudadana en la que transcurría su vida.
Piensa que, pese a todo, el mal es conjurable; y ha escrito este
“tratado” en la esperanza de que su lectura pueda mover a reflexión.
No es otro el motivo de su empeño.”
De modo que en los últimos versos del libro-poema no puede evitar que
aparezca un rayo de luz en el oscurísimo horizonte humano:
Señalo aquí la historia
del ser que nos habita.
Doy fe del mal.
Y asido al clavo ardiendo
de un amor absoluto,
proclamo mi esperanza en este Octubre,
otoño fiel,
abierta mano del sosiego.
Luego, cuando pude salir de la conmoción en la que me había sumido la
lectura, busqué en internet y averigüé, para
mi vergüenza, que Carlos Pinto Grote es uno de los grandes poetas
canarios. Reconocido neuropsiquiatra, ha publicado 23 libros de poemas, el
primero de ellos en 1955, y seis de narrativa. Su poema “Llámame guanche” es un
auténtico himno en las islas. Nacido en 1923, a sus 91 años sigue siendo un referente
cultural y ético del mundo cultural canario, y aún está en disposición de
denunciar la injusticia y pelear por causas justas:
Estas noticias me hicieron pensar de nuevo (lo he hecho a menudo
considerando la enorme poesía de Don Pedro Mir) en cómo la poesía está sujeta a
la cercanía a centros de poder e influencia, a la lógica centro-periferia. No
me cabe duda de que si Carlos Pinto Grote hubiese sido madrileño, parisino o
neoyorquino su poesía sería mundialmente reconocida.
Luego me enteré de que nuestro amigo y autor de La Discreta Oswaldo
Guerra Sánchez, que publicó con nosotros en 2002 el ensayo Senderos de
lectura
(www.ladiscreta.com/oswaldo_guerra.htm),
había leído en 1998 su tesis doctoral sobre la obra de Pinto Grote.
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