La rocambolesca peripecia del conquense Antonio Enríquez Gómez ha obrado en desdoro de su fama literaria, pues buena parte de los estudios dedicados a su figura se centran en el esclarecimiento de su azarosa biografía. Miembro de una familia de conversos, se trasladó a Madrid para ejercer el comercio, al paso que, alentado por una práctica dramatúrgica autodidáctica, empezaba a ganar fama como autor de comedias. Su condición de practicante secreto de los ritos judaicos (en la lengua de la época, “marrano”) le obligó a marcharse a Burdeos, donde continuó enriqueciéndose con la compra-venta, asociado con familiares huidos a Francia por idéntico motivo. Pero añoró el prestigio literario que se había granjeado en España y, haciéndose pasar por un tal Fernando de Zárate, se estableció primero en Granada y luego en Sevilla, donde siguió estrenando comedias exitosas. El Santo Oficio, que lo quemó “en efigie” en dos ocasiones (es fama que el propio Enríquez asistió, bajo su falsa identidad, a uno de estos autos de fe simbólicos), dio finalmente con él en 1661; pero no pudo descargar su inquina en él porque el autor manchego, después de haber confesado sus prácticas criptojudaicas, falleció en presidio durante el proceso que iba a llevarlo a la hoguera.
XXXII.- Antonio Enríquez Gómez (ca. 1601-ca. 1661).
¿Qué incendio sin espíritu se sube
a la eminencia del discurso, cuando
ser presumí lucero, derribando
el muro denso desta hinchada nube?
¿En qué volcán me abraso, si yo anduve
en mi primera edad siempre vagando
simples regiones, dócil alentando
la infancia alegre que en mis años tuve?
¡Oh hidrópica ambición!, ¡sin duda alguna
tú eres la llama que me abrasa el pecho,
sedienta de los bienes de Fortuna!
Déjame ya con el agravio hecho,
vuélveme a la inocencia de la cuna,
pues por hacerme grande, me has deshecho.
Soberbio el terceto final.
ResponderEliminar