A mi entender, Agustín de Foxá (1906-1959) fue otro de esos escritores que, en la convulsa etapa de nuestra historia que le tocó vivir, combinaba en su literatura un profundo genio creativo con una rancia ideología al servicio de los poderes e intereses dominantes del momento. Cuando esta última aflora y domina, los escritos de Agustín de Foxá resultan, para mí, insufribles. Esto es, por ejemplo, lo que me ha pasado cuantas veces he intentado leer Misión en Bucarest, novela inacabada, y que da título al libro de siete relatos publicado por la editorial Paréntesis en el año 2009. Por el contrario, cuando se distancia de la realidad del momento y domina su imaginación, escribe relatos deliciosos, como es el caso de Viaje a los efímeros y Hans y los insectos, que forman parte de este mismo volumen. En esta breve reseña me referiré a este último, y, por su mayor complejidad, dejaré Viaje a los efímeros para otra ocasión.
Hans es un sueco, especialista en plagas de insectos, que por esas extrañas circunstancias de la vida se ha quedado a vivir en un pequeño pueblo de Castilla. Y allí, inopinadamente, a pesar de los contrastes que suponen su pensamiento racional y protestante con la cultura católica y dogmática del lugar, y hasta su aspecto rubio, juvenil y de libre indumentaria con la del “aceitunado celtíbero” y “las enlutadas mujeres con sus alcobas de cromos de santos y llameantes purgatorios pintados” que predominan en el pueblo, Hans se hace aceptar por todos. Incluso por don Eusebio, el cura, “que le gusta polemizar con el hereje”. Se hace amigo de don Ángel, el médico, y también del narrador de esta historia, “un hombre acomodado del pueblo” que solo lamenta no haber sido un gran escritor de la ciudad, para poder describir mejor todo el asombro que les produjo la historia de Hans.
Y es que un buen día Hans aparece muerto en su casa, en donde vivía solo, y comienza el misterio. ¿Quién o qué ha matado a Hans?
En busca de algún indicio, el médico descubre una puerta secreta que da acceso a una dependencia oculta en la que además de extraños aparatos de sonido y luz, hay una biblioteca y unos cuadernos con las memorias de Hans. Los amigos de Hans pasan dos días leyendo e interpretando aquellos extraordinarios escritos, que ponen de manifiesto que los conocimientos del sueco iban mucho más allá de los de un simple entomólogo: Hans había conseguido comunicarse con los insectos, acceder a su lenguaje y a su cultura ancestral. ¡Lo que leían no eran las noticias de Hans, sino las de los arqueólogos e historiadores de los propios insectos!
A través de aquellos cuadernos nos embarcamos entonces en un fantástico viaje al milenario pasado de las hormigas, y descubrimos que al igual que en nuestra cultura, también en la suya hubo grandes imperios, reformadores, célebres guerreros y profetas. Aprendemos que cuando los grandes saurios dominaban la Tierra, apareció entre las hormigas un gran Reformador que predicó entrar en la Tierra, renunciar al sexo, a las alas, al cielo azul en honor de la especie, y practicó la ceguera, la castración, la muerte del Yo. Y también sabemos que como nosotros, los humanos, también tuvieron sus Ilíadas y Odiseas, sus Colones descubridores de otros hormigueros, sus Dantes y Petrarcas, Platones y Aristóteles diminutos. La presencia de un humano, que en la antigua Mesopotamia pasó una mano rugosa por un hormiguero con la intención de desbaratarlo, fue considerado por las hormigas como algo misterioso, de lo que derivaron varias religiones y escuelas filosóficas. Algunas intuyen que detrás de ese fenómeno hay un ser pensante, y el Hombre se convierte en el dios del hormiguero. Varias sectas persiguen a quienes lo niegan y a quienes llaman “ahombres” (ateos).
A diferencia del mundo subterráneo de las hormigas, en otro de los cuadernos de Hans se describe el universo luminoso y aéreo de las abejas. Si los nombres de las hormigas resultaban casi impronunciables, los de las abejas son poéticos y llenos de significado, como el sabio abeja con quien Hans se comunica, que responde al nombre “Vibrar de alas ante una rosa en una tarde de verano”. Y también su historia está llena de acontecimientos bélicos, ejemplares, y crueles, como los que se nos describen después del dominio del gran guerrero “”He visto todas las rosas de este jardín”, que instaura la monarquía y gobierna sobre la mayoría de las colmenas de Europa. Le sucede su hijo “Fabricaré panales en la nieve”, que cae en el lujo y la molicie. Bajo su reinado los huevos de las larvas son devorados en los banquetes, añade un fermento embriagador a a la miel, saca los ojos a las obreras y a los soldados para que no se distrajeran de su misión. Una reina virgen, de nombre “Colmena en la roca”, se subleva:
El rey fue asesinado, borracho de néctar, en su propia cama. La misma reina lo atravesó con su espada. La matanza de machos fue espantosa e implacable (…) No se sabe por qué misteriosos medios la consigna se extendió a todas las colmenas de la Tierra. Se apuñaló a los zánganos; se les serró la cabeza; se traspasaron sus lujosas corazas de oro. Los zánganos agonizaron junto a la miel fresca, se ahogaron en las azucaradas bodegas de sus francachelas; quedaron flotando en los rubios lagares. Los pocos supervivientes fueron expulsados de las colmenas y murieron de hambre y de frío a la puerta de los palacios sellados. La dura y virginal “Panal en la roca” estableció su matriarcado implacable, que todavía dura; dictó feroces leyes. La matanza de los zánganos se hizo ritual a través de miles de siglos. El colosal regicidio fue declarado fiesta nacional y el destino de la colmena cambió de signo para siempre.
Este era el tono del relato que los amigos de Hans leían en sus cuadernos.
Y en los últimos, también leyeron, desconcertados, cómo Hans cae en una terrible tentación: convertirse en Dios de aquellos insectos. Como tal, quiere explotar sus rencillas, desencadenar guerras entre ellos, cambiar sus destinos. Con estas armas y no con otras es como Hans logra su efectividad contra las plagas y su prestigio mundial.
Pero como suele ocurrir entre las criaturas y sus dioses, al final aquellas se rebelan. Los insectos declaran la guerra a Hans. Durante cuatro años, éste se repliega y resiste. Los últimos apuntes de sus memorias resultan esclarecedores:
He perdido Australia; mis mejores regimientos se baten en el Congo Belga. Formosa está sitiada. Se han pasado al enemigo todas las razas de las Dorilinas.
En resumen, un relato magnífico, que en muchas ocasiones me ha llevado a pensar si detrás de aquella rebelión de los insectos contra Hans, no estará también la del creador genial que fue Agustín de Foxá contra el Dios español y católico que tan a menudo pregonaba.
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