Estos dos libritos son dos joyas. El primero cuenta, de
manera concisa, una historia impactante: el naufragio del Batavia, un barco holandés del XVII,
cerca de Australia. Una tragedia atroz, no tanto por los que murieron en el
accidente como por los que murieron a manos del psicópata que se hizo con el
poder entre los supervivientes. Parece ser que la, para mí sobrevalorada, novela
El señor de las moscas, de William
Golding, se inspiró en este episodio. Es una historia que, igual que otros
episodios reales espeluznantes (como el de Lope de Aguirre), solo pide ser
contado, no comentado.
El segundo es una colección de artículos publicados
originalmente en prensa, en los que el autor reflexiona sobre múltiples asuntos,
sosteniendo siempre opiniones sensatas (a mi juicio), incluso sabias. Son
ensayos un poco a lo Montaigne. El autor se declara en contra de la movilidad
de los cuadros de los museos de pintura, por ejemplo, y en favor del talento,
del tabaco, de
la contemplación (del puro no hacer nada, ahora que se ha generalizado el
elogio a la cultura del esfuerzo), de la creación como estado de inspiración,
como gracia, no como trabajo, de pagar a algunos profesores universitarios para
que no produzcan libros, como se hace con los campesinos cuando no se quiere
que produzcan más mantequilla, etc. Su discurso, discreto, bienhumorado,
sereno, se ilustra con multitud de anécdotas, unas curiosas, otras
sorprendentes, otras humorísticas, siempre magníficas. Por ejemplo, cuenta que
cuando Eichmann estaba en la cárcel se puso a leer Lolita, de Nabokov, y acabó arrojándolo lejos. “¡Es algo
repugnante!”, dijo. Nos enteramos de que Patrick O’Brien no había navegado
nunca, o que Conrad no sabía nadar y se mareó durante su viaje de novios (en
barco). O de que Pancho Villa, cuando iba a ser fusilado, le dijo, angustiado,
a un periodista: “Escriba usted que he dicho algo”. O de lo que le dijo cuando
iba a morir aquel escritor irlandés del IRA a la monjita que lo cuidaba:
“Gracias, hermana. Ojalá que sus hijos lleguen a obispos”. O de lo que decía
Mark Twain de la música de Wagner: “Pierde mucho si se la escucha”. O de que al
dictador portugués Salazar, cuando ya estaba enfermo, le ocultaron que él ya no
gobernaba y siguieron representando para él consejos de ministros y reuniones
de un gobierno que ya no existía (un poco la idea de Goodbye, Lenin). Pero no todas son divertidas. En las memorias de
un escritor (no recuerdo si dice el nombre) lee que cuando era adolescente fue
a ver un concierto de una pianista que hizo una interpretación sublime. Al
acabar, ella le preguntó si le había gustado y él contestó: “Sí, señor”. Y
durante mucho tiempo se sintió avergonzado por aquella equivocación. Un día,
siendo ya mayor, encontró de nuevo a la pianista, y entonces ella le contó que
hacía muchos años un chico tras un concierto, confundido por la emoción, la
había llamado “señor”. Y para ella no había un testimonio mayor de admiración.
También cuenta, otra vez a propósito de Conrad –que se declaraba escritor
impresionista-, que nunca valoró los cuadros de pintores impresionistas (más
tarde muy conocidos) que tenía el tío de una novia que tuvo de joven. Cuenta también
que Claudel cuenta a su vez en su diario (lo nombra varias veces a lo largo del
libro; habrá que leerlo) que un vecino suyo taló un árbol que a Claudel le daba
sombra y le permitía escuchar al ruiseñor, con estos argumentos: quitaba la luz
y estaba infestado de pájaros ruidosos. Una anécdota que encantará a los
fumadores: durante un viaje en tren por Bélgica, iba en su mismo compartimento
una pareja de jóvenes que se pusieron a besarse con tal pasión que acabaron
echando un polvo a la vista de todos. Cuando acabaron, fueron a encender un
cigarrillo y los que iban en el compartimento les dijeron que no se podía
fumar. Pero mi anécdota favorita es una que revela la compleja manera en que
funciona la mente humana. Cuenta que cuando él estuvo en el sur de África,
había un comerciante griego que recorría la zona proyectando películas en los
poblados. Películas de Hollywood, de gánsteres y mujeres fatales y ambientes
lujosos. No eran mudas, pero como si lo fuesen, porque los indígenas solo
hablaban su propia lengua. A partir de las imágenes que veían imaginaban
historias fabulosas. En aquellas películas los papeles principales los tenían
personajes blancos. Los pocos negros que salían tenían personajes marginales,
insignificantes. Sin embargo, para los indígenas eran los protagonistas, los
personajes realmente importantes. Cada vez que aparecían eran recibidos con
ovaciones. Y el hecho de que aparecieran poco no hacía sino confirmar su
importancia oculta, divina. Necesitaban aparecer poco para llevar a cabo los
grandes actos que los indígenas imaginaban.
Los náufragos del Batavia (Barcelona: El Acantilado)
La felicidad de los pececillos
(Barcelona: El Acantilado, 2011)
¡Qué buena pinta tienen los dos, Emiliio! Y tu resumen de las anécdotas es magnífico. La de pagar a los profesores para no publicar me ha recordado a esa asociación de escritores comprometidos a no publicar nunca que aparece en la novela de Soriano. Luis.
ResponderEliminarPues sí,estos dos libros tienen muy-muy buena pinta; coincido totalmente con el anterior comentario de Luis.
ResponderEliminarEl libro de los pececillos me ha hecho recordar al también maravilloso de Stefan Zweig, "Momentos estelares de la humanidad". Prodigio de libro este, también.
ResponderEliminarAprovecho para recomendar la lectura de "Mi querido Dostoievsky" de Francisco Rodríguez Criado que utilizando la técnica epistolar nos narra la vida de Laura Bauer al tiempo que plantea un tema muy interesante: La literatura como terapia o alternativa vital. ¿Puede la literatura servir para justificar una vida, darle sentido? Pepe
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