viernes, 8 de noviembre de 2013

Un libro de James Stephens

James Stephens (1882-1950) es otro de los escritores irlandeses poco conocido pero de enorme talento. Contemporáneo de Flann O´Brien y de James Joyce, comparte con el primero el humor, la fantasía y el deseo de recuperar los principales mitos y fábulas de la tradición irlandesa; al segundo profesó verdadera devoción, simpatía que –salvo algunos desencuentros– parece fue mutua y que llevó al autor de Finnegans Wake a declarar que en el caso de que la muerte le impidiera acabar la obra, la única persona que podría hacerlo sería James Stephens.

Sus obras más conocidas en nuestro país son La olla de oro (Ed. Siruela, 1993) y La mujer de la limpieza (Ed. El Viento, 2012); pero tiene otras estupendas obras aún no traducidas (que yo sepa) y entre las que destaco: Irish fairy tales, un delicioso conjunto de relatos de hadas, y Here are ladies, otro libro de relatos que tiene como motivo principal el conflicto entre los sexos. 

Para dar una idea de la ironía, sagacidad y buen arte de este escritor, comento brevemente un relato de este último libro en que se trata de los mundos tan diferentes del hombre y la mujer, confrontados en la institución del matrimonio. 

El protagonista es un hombre tranquilo, esencialmente silencioso y a quien la proximidad del matrimonio le hace afrontar algo que antes no se había planteado: la conversación con una mujer toda la vida. 

Al tiempo que se acercaba el día de la boda le crecía el miedo a la prolongada conversación que se extendería desde ese día, hasta su muerte, y, cada vez más, le creció la duda de poder lidiar o ser capaz de resistir a ese extraordinario debate que se llamaba matrimonio. 
Con hombres, decía, uno puede hablar o estar en silencio, según se prefiera, pues entre ellos hay un común entendimiento que convierte el silencio en un interludio fructífero durante el cual un pensamiento puede mantenerse al abrigo, cálido: ¡pero con una mujer!


Para él, en muchos sentidos, su novia era una felicidad: sus miradas, su tacto le daban extraordinario placer y excitación. Incluso el sonido de su voz le parecía encantador: le recordaba el arrullo con que la paloma turquesa llama a su pareja o el gorjeo el tordo al atardecer. Pero él no soportaba las largas charlas, era incapaz de meter baza en la catarata de palabras que suponía una fluida conversación; él estaba hecho para escuchar, especialmente el tranquilo y fructífero sonido de su propio pensamiento. 

Ahora se daba cuenta que hay personas con las que uno puede mantenerse en silencio, con los que no es necesario charlar: basta sonreír y dejar a resguardo nuestra intimidad. Pero con otras personas era imposible mantenerse en silencio. Entre estas personas estaban las esposas. 

Después de casarse, ¿qué puede uno decir a su mujer? Él no podía concebir otra cosa que “Buenos días”. Por otra parte, ¿qué puede decirle una mujer a su marido? Tal vez ahí estaba lo seguro, pues ellas tenían fama de notables e incansables habladoras a las que no es necesario replicar. Miró a su prometida como desde la distancia, y trató de reconstruir las últimas conversaciones. Quedó asombrado de lo poco que recordaba. “Yo, yo, yo, nosotros, nosotros, nosotros, esta tienda, aquella tienda, tía Elsa, y chocolates.” Ella había mencionado todas estas cosas el día anterior, pero parecía que nada más memorable había dicho al respecto, y, por lo que recordaba, él no había replicado otra cosa al respecto que, ¡Oh, sí! y ¡Seguro! ¿Podría mantenerse toda una vida en base a estas escasas respuestas?

Consulta a hombres casados y esto, a su vez, le lleva a angustiarse aun más,  pues de ellos solo consigue respuestas aun más desalentadoras: 

Uno mantiene que todos los asuntos domésticos deberían dejarse totalmente en manos de las esposas y que la conversación era un asunto doméstico. Otro decía que las palabras “sí, no, y por qué” serían la salvaguarda del hombre a través de cualquier laberinto, incluso los más tortuosos. Otro dijo que él siempre se iba de casa cuando su esposa empezaba a hablar; e inlcuso otro sugirió que el único fundamento para una conversación se basaba en la perpetua oposición, de tal manera que cualquier afirmación fuera respondida por la correspondiente negación, lo que, por otra parte, coadyuvaba a ahorrar tiempo y a ejercitar la inteligencia.

Entonces se da cuenta de que su verdadera vocación es la de ser un soltero, y la angustia se acrecienta. Con tanta fuerza le vienen a la cabeza estas convicciones, que en la presencia de su amada está a punto de expresarlas. Pero justo en el momento en que esos pensamientos van a salir de su boca, su prometida “soltaba un torrente de irrelevancias tal, que le dejaba sin asideros y encallado tan lejos de su propio pensamiento que no sabía cómo volver a él”.
Incapaz de confiar sus pensamientos a la mujer –por una parte, por el daño que sabe que va infligirle, y por otra, porque cree que ella podría comprender una infidelidad con otra mujer pero no el extraño motivo que él aduce–, al fin se casa. 

Y en el tren que les lleva de viaje de bodas, cuando, atenazado por el creciente y pesado silencio que ya se ha cernido sobre la pareja, él ve que su amada se agita en lo que piensa que es llanto y que parece descubrir la triste realidad, se encuentra con una sorpresa.

¿Qué te ocurre, cariño, por qué lloras?
No lloro, querido, solo estoy sofocando una carcajada. 

1 comentario:

  1. Un artículo gozosamente revelador, Luis, al menos para mí. Muchas gracias por los nuevos mundos que nos estás descubriendo con tus entradas en "Náu...grafos".

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