martes, 15 de enero de 2013

Y se llamaban Mahmud y Ayaz



Este es un libro de los que a mí me gustan, escrito con el cuchillo entre los dientes al tiempo que con “el íntimo cuchillo en la garganta” (Borges), un libro que dice cosas y no solo palabras.

El 19 de julio de 2005 fueron ahorcados en la ciudad iraní de Mashad los jóvenes, de 17 años, Mahmud Asgari y Ayaz Marhoni, probablemente por haber mantenido relaciones homosexuales, según consta en el informe de Amnistía Internacional de 27 de junio de 2007. A partir de este episodio, José Manuel Lucía Megías escribe un libro lleno de pasión e inteligencia que, por medio de seis voces diferentes, va reconstruyendo desde dentro el episodio, explorando sus consecuencias para quienes lo presenciaron y denunciando el silencio cómplice que hizo posible el crimen de Estado.

Así descrito, cabría pensar que estamos tratando de un libro de periodismo de denuncia, o por lo menos de narrativa, pero no es así: se trata de un libro de poesía que consigue conectar estrechamente los aspectos más sociales, incluso geopolíticos, que provocaron la muerte de los dos jóvenes, en un ejercicio de denuncia aguerrido e interpelador, con la exploración de la intimidad amenazada por la represión social y el miedo y la renuncia que produce.

Podríamos, pues, distinguir diferentes tipos de poemas, no tanto por las voces  a través de los que se pronuncian, como por su mayor o menor inmersión en la intimidad.

En primer lugar, podemos encontrar extraordinarios momentos de lo que tradicionalmente se ha llamado poesía social, sobre todo en la denuncia de la hipocresía occidental que, ante intereses geoestratégicos, permite un silencio del que todos nosotros somos cómplices, e incluso (o tal vez sobre todo) quienes comparten la condición sexual de los asesinados:

Fue necesario que se mirara a otro lado,
que se ahogaran los suspiros en la garganta,
y el deseo en el corazón de los muslos abiertos.
Fue necesario seguir acudiendo al trabajo,
dejar abiertos los senderos del petróleo
y de las cuentas sonrientes de los bancos,
olvidarse, una vez más, del uranio enriquecido
y de los planes de guerra geoestratégica.
Y nuestro silencio.
No lo olvidemos una vez más.
Fue también necesario nuestro silencio. (p. 36)

(Este último verso se repite obsesivamente en numerosos poemas, junto con la estructura anafórica que implica: Fue necesario que...).

En un segundo lugar, la denuncia contra la brutalidad del régimen iraní se confía a una voz objetiva que se limita a referir los hechos y, repitiendo también obsesivamente “Y se llamaban Mahmud y Ayaz. / Y tenían tan solo 17 años”, detenerse en el momento preciso del asesinato

Dos jóvenes.
Ahora serenos. Mudos. En blanco y negro.
Con la soga al cuello.
En el improvisado altar del crimen,
de la barbarie, de la muerte. (p. 23)

Otro poemas recrean el momento mismo de la muerte vivido por uno de los asesinados, que se convierte en un momento al mismo tiempo de reafirmación del amor y  de inmensa amargura por la pérdida definitiva en la que ha desembocado:

Morir. Morir. Morir.
Morir sabiéndote a mi lado,
sabiéndote tan cerca, pero tan cerca,
que siento cómo el grito de tu voz es un hilo
que se quiebra en este instante,
cómo tu cuello deja de esperar mis caricias
y tu lengua la ambrosía de mis labios. (p. 78)

Además, encontramos hermosos poemas de expresión del amor, los que empiezan “Y tú siempre me decías”, en el que uno de los enamorados recuerda las palabras de amor que el otro le dirigía, más encendidas cuanto más amenazados se encuentran los amantes, y en las que se convocan antiguos motivos de la poesía amorosa árabe y oriental:

Y tú siempre me decías:
“Quizás algún día me venzan.
Quizás algún día me arrastren
por los adoquines irregulares de las calles.
Quizás algún día me encierren
en la celda sin número de la ignominia.
Quizás allí me violen durante toda la noche
y amanezca sin lengua y sin dientes
para así no poder pronunciar tu nombre.
Quizás me torturen con el silencio
y con la oscuridad y con el miedo.
Pero de mis labios sólo escucharán:
Te quiero. Te quiero. Te quiero”. (p. 57)

Y junto a ellos, también dentro de la mejor tradición amorosa, poemas de ausencia, de la ausencia provocada por la separación a la que obliga la situación:

Me dijeron que te fuiste lejos.
Muy lejos. Más allá de las ciudades
que marcan las fronteras de los autobuses.
[...]
Te busco cada noche en el mapa de carreteras
que despliego sobre la mesa. La única mesa.
[…]
hasta soñar el abrazo sonriente de la bienvenida,
llamando a la puerta de tu nueva casa
y viviendo para siempre en tu sonrisa.
[…]
Y como todas las noches,
pliego el mapa de carreteras y lo guardo
en el cajón enrojecido de mis deseos. (p. 50)

Pero tal vez los espacios más interesantes del libro sean aquellos en los que la amenaza del mundo social, con su muerte a cuestas, y la heroica intimidad amenazada se encuentran y se confunden. Primero los poemas que expresan el miedo y la desolación, con el símbolo de las grúas de las que colgaron a los jóvenes como “sombra mortal” que se contrapone a la sombra en que se convierte el cuerpo:

La sombra mortal de las grúas
llena de pesadillas mis noches
y de hedor todos mis días.
Mañana me tocará a mí.
Lo sé. Lo he sabido siempre.
Desde el momento en que te vi,
en que mis labios descubrieron
el alfabeto silencioso de tu nombre.
Pero ahora sé que no me importa.
¿Cómo es posible vivir, cómo
alejado de la sombra de tu cuerpo? (p. 75)

Luego aquellos que exploran la desolación del sujeto atormentado por la necesaria ocultación y el fingimiento de los deseos, para el poeta, más constitutivos del yo:

¿Por qué aceptar que nuestra habitación
es la cárcel donde podemos vivir libres?
Solos... pero libres.
Aislados... pero ¿libres?
¿Por qué esconder este corazón enamorado
que me explota en el pecho, en la diana del pecho
cuando te veo andar a mi encuentro,
al encuentro secreto de los deseos prohibidos
y de las tijeras agonizantes y de los dedales acusadores? (p. 41)

Y, más profundo aún, aquellos en los que el yo, de tanto desdoblarse, corre el riesgo de diluirse:

¿A dónde debería ir a buscarte, a salvarte, corazón mío,
las únicas gotas de sangre sincera que te quedan?
Los espejos me reflejan fantasmas y muecas
y gestos de purgatorio y pieles desolladas.
De tanto protegerte te he perdido, corazón mío.
Lo sé. Ahora lo sé. Ahora (como siempre) lo sé. (p. 44)

Hasta desaparecer:

¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo,
este tiempo que debía ser de rosas primaverales,
este tiempo que se marchita entre algodones suicidas
y nos llena de sangre las manos y las miradas,
y nos deja una garganta sin voz y abrazos sin cuerpo? (p. 47)

De modo que al final el mayor miedo no es a la muerte, la ausencia, el deshonor..., sino a la casi obligada traición al propio yo que la opresión social impone. La represión actúa porque se ha interiorizado y allí explotan dolorosamente las contradicciones de un 'yo' que no puede dejar de ser también social.

José Manuel Lucía Megías ha escrito, así, un libro que, por un lado, nos hace sentir en nuestras propias carnes imaginarias el horror de la situación que vive quien no puede desarrollar su sexualidad y su amor, y por otro lado nos hace reflexionar sobre la construcción del 'yo' en sus relaciones entre los deseos y los brutales condicionamienos sociales. De este modo, Lucía Megías consigue hacer del íntimo cuchillo en la garganta un cuchillo de amor entre los dientes.


José Manuel Lucía Megías, Y se llamaban Mahmud y Ayaz, Madrid, Ediciones Amargord, 2012, 96 páginas

2 comentarios:

  1. Al principio de la sexta línea del segundo párrafo falta el nombre del autor José Manuel Lucía Megías.

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