miércoles, 11 de abril de 2012

Esos libros inconclusos

Igual que no hay dos escritores iguales, no hay dos lectores idénticos. Sin embargo, me parece que a estos últimos los podemos dividir en dos grandes grupos por una caracterísitica diferenciadora:  su compromiso para llegar al final de una obra.  De un lado están los que viven como una obligación alcanzar la última página de cada libro que empiezan, aunque desde la segunda  se hayan dado cuenta de que no era para ellos.  ¿Por qué lo hacen? ¿Quizás porque esperan que en algún momento la obra remonte y  les compense el martirio de tantas páginas de aburrimiento o desencuentro? ¿O quizás es simplemente una muestra de perfeccionismo extremo, un exceso de responsabilidad?
De otro lado están aquellos lectores que dan pocas oportunidades a un libro y, a la primera de cambio, lo devuelven a la estantería o piensan en alguien a quien le podría gustar para deshacerse de él. ¿Es un carpe diem que resuena en su cabeza? ¿Es gente con más libertad de criterio que los anteriores? ¿No temen perderse alguna perla escondida a la vuelta de la siguiente página?
Yo comprendo muy bien a esos dos tipos de lectores porque he formado parte de ellos en diferentes momentos de mi vida. Durante mi juventud dejar un libro sin terminar era para mí una suerte de fracaso personal. Tenía una cierta justificación: eran casi siempre obras mayores que me habían sido recomendadas encarecidamente, o que sabía veneradas por los buenos lectores. Pocos de entonces quedaron sin terminar. Alguno he citado en otra entrada, pero no quiero reverdecer heridas recientes.
Desde hace unos años, sin embargo, me he pasado al otro bando. Demasiados libros por leer y muy poco tiempo como para perderlo a disgusto. Esa es mi auténtica motivación. Pero he de confesar una cosa: nunca abandono antes de la página cincuenta. ¿Por qué? Procede de mi experiencia como lector. Cuando uno salta de un autor a otro necesita un tiempo de aclimatación. Si la prosa es muy diferente, puede uno estar desconcertado durante unas cuantas páginas hasta que le toma el pulso al narrador.  Esa es una razón. Otra, que hay autores que no quieren dar facilidades al lector, al menos de la manera en que hoy se hace y casi se exige. Aquello de: “Desde la primera página te agarra del cuello y no puedes parar hasta el final”. Es algo que yo intento practicar como escritor, pero que, creo, no debe llevarse al extremo.
En mi personal experiencia, el ejemplo más claro de esto que digo es Gonzalo Torrente Ballester. El sabio de El Ferrol no se casaba con el lector, el lector tenía que casarse con él. Esas cincuenta primeras páginas suyas son la pedida. Pero, ay amigo, el gozo que aguarda a quienes superan esa barrera compensa con creces el esfuerzo. Con pocos autores he sentido esa sensación de desespero cuando compruebas que de trescientas páginas solamente te quedan cincuenta o cien para terminar. Muchas veces, incluso, ralentizaba esa fase para seguir estirando el placer lo más posible. Una vez, en una entrevista, se lo comenté y seguro que no fui el primero porque, rápido, me contestó: “No sea tonto: la próxima vez empiece usted por la página cincuenta”.
Qué diferente experiencia la de esas otras novelas en las que el disfrute sólo está en función de la trama , del deseo de conocer si al final hay boda o quién es el asesino. Es verdad que te llevan a matacaballo agarrado de una página a otra pero, en muchas ocasiones, eres consciente de que debajo sólo hay trucos del oficio y de que eso que estás leyendo ni tiene calidad ni, a veces, coherencia.
Con Torrente, con Javier Marías, y con muchos autores discretos como E. Gavilanes, L. Junco, Caneiro, P. González Rubio o el nuevo descubrimiento, Francisco Rodríguez Criado (Mi querido Dostoievski) eso no me ocurre. No llego al final porque quiera saber nada. Simplemente porque estoy disfrutando de cada página que leo. Me encantaría saber hacerlo.

8 comentarios:

  1. Yo pertenezco al grupo de quienes no abandonan un libro, aunque se estén aburriendo soberanamente. En mi caso, supongo, responde a mi formación (o deformación) y a la responsabilidad por ello de conocer la obra hasta el final. Reconozco que, aunque estoy aprendiendo a pasarme al segundo grupo, todavía hoy me cuesta.
    Yo suelo dividir los libros en lecturas por ocio y en lecturas de estudio. Cuando hago lecturas por estudio puedo entretenerme con los autores más aburridos, porque no persigo la finalidad de disfrutar con lo que leo, sino la indagación y la penetración en los aspectos diferentes que la obra nos ofrece. Estos aspectos se convierten, a veces, en grandes hallazgos personales. Y, aunque no sea para tanto, resulta muy gratificante, y en este sentido compensa todo el tedio que supondría si la lectura se hubiera hecho por placer.

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  2. En su magnífico libro "Como una novela", muy recomendable para quienes vivimos de enseñar letras, Daniel Pennac defendía el derecho del lector no solo a dejar de leer lo que no le interesase sino incluso el derecho a no leer, que tiene su gracia. Yo reconozco que, con el tiempo, he ido superando mi pudor (o mi pundonor) a la hora de dejar de leer un libro que no me motiva y son unos cuantos los que he dejado a la mitad, si no antes, por alguna razón o por otra. He intentado leer dos veces el "Heptamerón" de Margarita de Valois, y ni modo, como dicen los mexicanos. Y lo de las cincuenta páginas es muy cierto. Yo puedo decir que más de noventa en algún caso, como me ocurrió con "La guerra del fin del mundo" de Vargas Llosa, una de las novelas que más me han gustado en toda mi vida y cuya lectura estuve tentado de interrumpir tras cosa de noventa páginas que luego se transformaron en una de mis experiencias lectoras más gozosas.
    Tampoco sé si dentro de unos años, como suele ocurrir, me gozaré más en la relectura que en la lectura. Por ahora confieso una avidez inmensa por los nuevos títulos, y quisiera que fuese siempre así.

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  3. A mí me pasa otra cosa: siempre estoy leyendo tres o cuatro libros, a veces más. Uno, al menos, de Historia; otro también de literatura. De repente se me cruza otra lectura que me encapricha, o se apodera de mi atención como si hiciera un quite al bruto que yo soy. Imperceptiblemente, alguno se atasca y se queda atrás. No lo doy oficialmente por desaparecido, ni certifico que haya concluido nuestra relación. Sólo queda ahí, esperando mi regreso, o yo el suyo. Me ha pasado con muchos grandes autores cuya mención ahora me llenaría de vergüenza; pero algunos de ellos han sabido tener paciencia y me han esperado en sus páginas, amablemente, sin reprocharme mi tardanza o mi inexplicable desaparición. Tampoco parecen haberse molestado por el aprovechado que se les coló y usurpó la atención que les debía en primer término. Al fin y al cabo, los libros son cosmopolitas y civilizados, y en ello radica parte de su encanto.

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  4. Salvo lecturas de obligado cumplimiento, por estudio o motivos profesionales, a mí me gusta encontrar en un libro que me "cuenten una historia bien contada" (creo que es de Vargas Llosa la cita). Así que si, en mi personal criterio, no se cumple ese parámetro, abandono la lectura sin remordimiento alguno. No tengo patrón; o sea, igual lo dejo en la página 50 ó más, que en la 15, que hay mucha "petardada". Con lo caros que están los libros, cada vez procuro leer algo más del mismo antes de proceder a su compra, por si acaso. De joven, llegaba al final aunque no me gustara. ¿Como iba a abandonar lo que, en su caso, se calificaba como una obra maestra? De mayorcita ese criterio ya no me ata; sentido práctico y afirmación del yo que se adquiere con la edad, en mi opinión. También me pasa la situación que describe Dativo en su anterior comentario y así, al cabo del tiempo, puede hasta ocurrir que me tropiece con libros, debajo de un montón, que hasta había olvidado.Ahora, también es verdad que si un libro me atrapa, ese no lo suelto hasta que lo termino, dándome pena haberlo terminado.

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  5. Esta idea que apunta AMPA al final de su comentario me parece igualmente interesante. A mí, y supongo que a todos de uno u otro modo y frecuencia, también me causa verdadera desolación asumir que algunos libros "se me terminan". Recuerdo lo triste que me quedé cuando "se me acabó" Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith. Y lo mismo puedo decir de cuando llegué al final de Viejas cartografías de amor, de Luis Junco, continuación de Una carta de Santa Teresa. Me habría tranquilizado saber que tendríamos una tercera entrega. Pero su autor no se pronuncia.

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  6. Me pasa un poco como a Ampa y Elena. La ley de la gravedad actúa de forma despiadada y cuando un libro se me cae de las manos ya no tengo valor para levantarlo. Además, en mi caso es preocupante porque eso me ha ocurrido con libros considerados imprescindibles por los autores del canon. Yo con la magdalena de Proust, es duro confesarlo, nunca he podido.Pepe

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  7. No creo que tu caso sea preocupante, Pepe, conozco mucha gente, yo incluída, que con la magdalena no ha podido, por mucho intento en vano; y muchos tìtulos más, supuestamente sagrados, y que ponerse a confesarlo ahora sería como mínimo pecado mortal, si no herejía directamente, merecedora de excomunión.

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  8. Me identifico con los estados que describís: leer varios libros en paralelo, lamentar que un buen libro se termine (y me ha pasado con unos cuantos de La Discreta, los de Dativo y Luis entre ellos, sin duda, y a ver si hay pronto tercera entrega de las cartografías de Luis y segunda de "La mala zorra" de Dativo, vive Dios)... Los letraheridos somos una especie singular, voraces y a veces un punto compulsivos. Decía Borges que se preciaba sobre todo de los libros que había leído más que de los que había escrito. Cómo le entiendo.

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