Por
Guillem Vallejo
La fotografía corresponde a la presentación del libro en Barcelona. Además de por Guillem Vallejo, el autor estuvo acompañado por los también poetas José Luis García Herrera y Miquel Lluís Muntané. |
Un
poeta siempre es un “paseante” porque entiende que vivir es atesorar
experiencias y porque, como en Machado,
su camino se escribe con pies y ojos, es decir, con su andar poético. El
poemario Impresiones de paso de
Santiago A. López Navia es una buena prueba de ello. Se inicia con el apartado Orillas y la primera mirada se deposita
intencionadamente en un colectivo al que no suelen dedicarle ni portadas en los
periódicos ni palabras en los libros. Son los niños que habitan las favelas;
allí las colinas son míseras, las aguas estancadas, y los niños muestran la
otra cara del paisaje. Las palabras de presentación de Mac Davis que abren este
primer recorrido poético ya anuncian el tono de denuncia de quien es apuntador
además de viajero. El baile de un niño se convierte en metáfora de la propia
poesía que se detiene un instante ante el lector sin poder saber qué quedará de
esa mirada: “Igual que un arlequín, igual que un pájaro,/un niño derramado en
su pirueta/se ha puesto frente al coche, en el semáforo,/vendiéndoles su danza a
los que pasan”. Pasará el coche de largo y, mientras, como sucede con los niños
de Brasil, de Siria y de tantos lugares, estos seres anónimos se quedarán con
su efímero arte reclamando
una mano, esa que cierra la ventanilla
del coche para que nada perturbe la ruta de los del otro lado, los que pueden
vivir sin mancillarse. En la última sección de este poemario, la de los haikus,
el yo lírico lo dirá de forma también concisa y contundente: “Bajo los puentes /
la miseria se encarna/ entre cartones". Las circunstancias que acompañanan
al viajero desembocan en sacudidas, en forma de corolario cerrando un poema
(“Ya sabe el viajero: las respuestas/no importan si no importan las preguntas”),
u otras veces las vemos atravesando como un nervio todo el poema para que en el
diálogo con el libro nosotros, los lectores, relampagueemos, poema a poema,
paso a paso.
En
la persona del poeta hay muchas miradas, las del tránsito y las de lo
transitado, tantas como recuerdos o paisajes. Mar y poesía tienen mucho en
común y, tras la andadura del viaje,
contemplar el “infinito Atlántico” es inevitablemente recrear: “Aquí está el
mar entonces. Lo veis desde mí mismo,/y me lo dais,/para que ponga el sello de
su molde en un poema”. Ese largo sello hecho de versos muestra la tensión entre
dos fuerzas, la civitas deum frente a
la civitas dei, la dura realidad del
mundo y el deseo de lo elevado, con metáforas brillantes para aludir al mar
como “ciudad de sal”. Un fructífero
diálogo el que establece Santiago López
Navia con la poesía del 27, en especial con el Salinas de El contemplado, en el que la poesía se hace eco de ese
precioso ensamblaje entre tradición e innovación: "En mi garganta amante
brota dulce el nombre que te invento". Se advierte claramente cómo vida y
creación son el haz y el envés de una misma moneda y el paisaje el hábito que viste el poeta
viajero. Otras veces, como ocurre en la siguiente sección, el tren, que también
cantara Machado, permite al observador evocar
sensaciones distintas y distantes en el tiempo reviviéndolas al recordarlas. Son eso,
"pinceladas" , impresiones que calan en el alma del lector, que le
llevan a la experiencia del niño que oye a su padre y en él adivina la verdad
inalterable, la fuerza de la protección, simbolizada en la misma tierra. El tiempo ahora, el de la infancia, adquiere
forma plástica: “el tiempo estaba por abrirse". La capacidad inventiva del
padre al imaginarse historias de los viajeros, de sus destinos, al llevarle a
la estación a ver pasar los trenes, volverá en el hijo, recreador del pasado, y
en lugar de la “canción del pirata” de Espronceda, tendremos al niño
imaginándose “capitán” de una gran locomotora, exaltando con ella el paraíso
perdido de la infancia. En la sección de
"Los trenes" insistirá el poeta en la idea que ya había expresado
Pessoa en el Libro del desasosiego : “los
viajes son los viajeros, que lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos”.
El yo lírico, y esta es otra de las virtudes de este poemario, no se queda en
la mera abstracción sino que es hijo de su espacio (Madrid) y de su tiempo, y fiel
a ambos los vuelve emotivamente próximos: "Los sábados Atocha se llenaba /
de voces infantiles y mochilas". En el ansia del niño por ser protagonista
de sus aventuras, hay poemas en los que el motivo del viaje nos llevará de
nuevo al mismo acto del escritor, quedando explícitamente definido el gusto por
el medio y no el fin: "porque
en mi hoja de ruta lo importante era el viaje mismo y no el destino".
Hay
versos que tienen dos lecturas: una la sentencia, la afirmación reflexiva que
nos lleva casi al aforismo; otra la lectura circunstancial del poema, unidas
ambas en ocasiones a través del buen hacer del escritor en encabalgamientos cargados de sentido:
"La noche y el regreso van unidos / a los largos veranos de mi
infancia". Decía Cernuda que "Todo es triste al volver", y en
López Navia la nostalgia es un puerto y un puente siempre de ida y vuelta. Un puente estremecido, titubeante,
que nos invita, como el hogar o la amistad, a volver una vez más para descubrir
el aroma que persiste en lo que se hizo con tiempo, lo que creció con la
levadura de la mirada atenta, para dejar en nuestra lectura un resquicio de
belleza que persiste, unas imperecederas “impresiones de paso”.
Guillem
Vallejo Forés
18 de
marzo de 2016
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