Por Luis Junco
Hoy, por fin, he podido
leer entero el último libro de Adolfo M. Martínez. Y no me refiero a la novela La sequía (que ya conocía), que da
título y es el ingrediente principal del libro. Sino al conjunto en sí: los
otros textos de Adolfo que la acompañan, las fotografías, los
panegíricos, prosas y poemas de conocidos y discretos ingenios que con su
colaboración intentaban conjurar de una u otra manera la muerte de un amigo que
se veía cercana. Creo sinceramente que el resultado ha sido uno de esos raros
libros felices que las circunstancias apuran y el tiempo llena de significado y
emoción.
Transcribo a
continuación uno de esos textos -Viajo
por el Renacimiento y el sosiego- en que Adolfo se nos muestra con todo la
fuerza de su genio y originalidad:
Yo no nací: eclosioné. Mi madre puso el huevo en San
Clemente y yo rompí el cascarón en Villaescusa de Haro, ambos de Cuenca. Los
que hemos venido al mundo así no tenemos biografía, ni siquiera historia,
tenemos sucesos, nos ocurren cosas. Imagino que igual les ocurre a quienes
nacen en un avión o en un barco en alta mar: "¿Lugar de nacimiento?":
"43º 30´E y 12º 30´N". Me pusieron de nombre Adolfo.
De mi primera infancia no tengo recuerdos que se deban
contar. Después sí: un día estaba en la puerta de la carpintería de Chiva con
mi amigo Mirote, algo mayor que yo, yo tendría siete u ocho años, cuando pasó
una mujer y me dijo Mirote: "Dile, a esa, puta". Y, en mi ignorancia,
le dije: "Puta". La mujer fue a casa a contarlo. Cuando regresé, mi
padre se encerró conmigo en una habitación, cerró con llave por dentro y me dio
la correspondiente paliza. Sobreviví. Luego, cuando superé mis estudios de
psicoanálisis me di cuenta que mi padre hizo lo que debía y que el
psicoanálisis es mentira.
Tendría unos doce o trece años y me encapriché de una
armónica. Me la compró mi abuelo. Una Chromónica III con cambio para sostenidos
y bemoles Höhner. Le decían, a mi abuelo, Pepe el carretero porque se dedicaba
a preformar en madera de encina los radios y las pinas que luego le compraban
los carpinteros para fabricar las ruedas de carros y galeras. No se me daba mal
la armónica, lo malo es que aprendí a tocarla al revés: los graves a la derecha
y los agudos a la izquierda, así que cuando en el conservatorio me sentaron delante
de un piano, graves a la izquierda y agudos a la derecha, me quedé paralizado.
Bueno, podría interpretar la obra de Cage 4´33´, toda vez que esta composición
es un largo silencio de 4´33´´ y no hay que pulsar ninguna tecla. No obstante,
aprendí a ser un aceptable oyente.
Terminado el bachillerato, me preguntó mi padre qué quería
estudiar, le dije que Filosofía, se me quedó mirando de arriba abajo y mi
hermana me matriculó en Derecho. Al terminar fui a un centro psicotécnico para
que averiguasen que para qué servía yo, y me dijeron que para escaparatista. Me
mariculé en Medicina y obtuve un sobresaliente en Biología, un notable en
Bioquímica, y matrícula de honor en Psicología médica. Allí me enseñaron que
para salir a la calle es imprescindible conocer el segundo principio de la
termodinámica.
Desde ahí me vine al campo a pintar y esculpir. Y a labrar la
tierra como Séneca, Escipión Emiliano, Cromwell y otros.
Mi fe: soy dudante aunque profundamente religioso. Desde por
la mañana hasta por la noche merodeando por las tinieblas a ver si atrapo un
trozo de luz. El otro día en el pub que regenta Mari, una sobreviviente, en
Villaescusa, me preguntó al compás de un programa de televisión: "¿Cuál es
tu ídolo, Adolfo?" "Mi ídolo soy yo", le contesté.
He escrito una novela, dicen que recia, titulada Erótica rural. También dicen que es divertida. Narra la
vida o la muerte por estos páramos. "Así es La Mancha", me dijo
alguien. He fundado en mi casa, la vieja Universidad de Villaescusa de Haro, un
palacio rural con la idea de sumergir al viajero en el Renacimiento, el
silencio y el sosiego.
Frustraciones: el precio que se paga por hacer camino al
andar. Algún arañazo al atravesar las zarzas.
Proyectos: hacer de la casa rural una obra de arte, pintar
dos o tres cuadros. Escribir tres o cuatro libros. Labrar el campo. Dice el
narrador de Erótica rural: "Cuando tengo
que labrar por aquí me vengo para todo el día. Sobre las tres, enfilo hacia esa
carrasca para comer a su sombra. Si es tiempo de bellotas me como alguna. Son
muy dulces. Y pienso que la manera ideal de morir es, mientras levantas el
brazo y te izas sobre las puntas de los pies para coger aquella bellota, sentir
un latigazo en el pecho y en el brazo y caer frito debajo de la carrasca. Sin
médicos, sin olor a hospital ni a jubilados". "Sin curas",
añadió Antonio. "Sin nadie. Porque siempre te mueres solo. Una muerte
limpia, como un suicidio bien ejecutado".
La sequía, de Adolfo M. Martínez (La Discreta, 2016)
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