Una entrada de este blog sobre una novela de
William Maxwell me lleva a repasar sus memorias, Ancestors: A family history, publicadas
en 1972. Y en ellas, una reflexión del autor que me parece magnífica y que
ilustra con una peripecia vital de uno de sus antepasados.
Dice William Maxwell que además de rasgos físicos
de nuestros ancestros, como el color de los ojos o la forma y el tamaño de unas
manos, también heredamos de ellos profundas emociones que a través de
sencillos relatos pasan de generación en generación y llegan a nosotros
conservando la frescura y el sentimiento originales. Como ejemplo, nos
narra una anécdota que escuchó de labios de su abuela y que se refería a un
tatarabuelo del autor.
Robert Maxwell y su esposa, Mary Edie, residían en
Virginia. Vivían del comercio del calzado y del cultivo de la tierra, y
acababan de tener a su primera hija. Entonces Robert decide marchar hacia el
oeste, a comprobar las noticias sobre las bondades de unas nuevas tierras de cultivo en Ohio, y deja a su joven esposa y a su reciente hija en casa. Él es un hombre cumplidor y muy
responsable y por eso Mary Edie sabe que si él le ha dicho que volverá en no más
de una semana, así lo hará. Pero pasa más de una semana sin que su marido dé señales de vida y Mary Edie se pone
nerviosa porque piensa que algo malo debe haberle ocurrido. Llega un
momento en que la impaciencia le resulta insoportable y decide partir en su
busca.
Durante esa
semana ella le había hecho un par de pantalones y había remendado una bolsa para el grano; y luego, con la niña en brazos arropada en una manta de lana, se puso en marcha a
través de un tupido bosque. La mayoría de los árboles tenían allí cinco o seis pies
de grosor, y la luz del sol casi no podía atravesar el denso follaje. El bosque
virgen era oscuro y opresivamente silencioso. Ella pudo haberse torcido un
tobillo y ser incapaz de continuar o volver atrás. Podía haber sido
asaltada por un cazador borracho que hubiera estado largo tiempo sin la
compañía de una mujer. Podría haberse encontrado con una partida de indios que
le hubieran arrancado la cabellera y hubieran esparcido los sesos de la niña
golpeándola contra el tronco de un árbol. Podría haberse perdido y muerto de
hambre. Pero en lugar de todo eso, al cabo de muchos días, se encontró en medio del enmarañado y frondoso bosque con mi tatarabuelo, que regresaba a casa.
Y William Maxwell nos dice que cada vez que rememora esa historia mientras escucha Fidelio de Beethoven, se le viene a la cabeza ese encuentro en el
bosque y una ola de sentimientos le añusga la garganta. Porque se da cuenta de que la
emoción de ese relato que ha pasado de generación en generación es parte
fundamental de su herencia, de su propia memoria.
No es difícil compartir ese sentimiento al leer
estas memorias, pues, ¿quién, al indagar en la historia de sus antepasados, no
encuentra alguna anécdota cargada de parecidas emociones?
(Ancestors:
A Family History, de
William Maxwell. No he podido comprobar
que estas magníficas memorias hayan ya sido traducidas al español y publicadas
en nuestro país.)
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