Palabras pronunciadas por
Rosario Curiel en la presentación de El
libro de los adioses, de Josep Anton Soldevila
Entrar
en un libro de poemas es entrar en un país extranjero: ante él, cabe detenerse
a observar. Ser prudentes, quizá. En El libro de los adioses, el yo lírico nos observa desde una esquina del tiempo. Y, ya desde este
recodo, se anuncia el final del bien, el
principio del mal.
En El libro de los adioses, Josep Anton Soldevila dibuja un espacio que, a fuerza de ser construido con elementos conocidos, se nos vuelve extraño. La extrañeza nos pone en el disparadero, en el muelle, a punto de zarpar con la inquietud de lo incierto. Este es un viaje para viajeros sin billete, polizones, pues, ilegales: gentes del otro lado de la verdad. Se nos dice que la verdad no es aquello que pasó: y si nos preguntamos qué es la verdad, sabremos aquí que da igual saber de qué sustancia está hecha la verdad cuando lo que cuenta es el dolor (y así se llama la primera parte: Primero, el dolor). Podemos dudar del valor de la verdad si cuando mentimos todavía amamos: una se pregunta si para decir adiós hay que amar todavía, y enredados en estas preguntas nos damos cuenta de que Josep Anton Soldevila, investido de yo poético, empieza a dibujar ese espacio que es el adiós desde la sensación desolada de la soledad y el abandono. Es un espacio inmóvil, según el poeta, que se parece a la muerte. Llegados a este punto, el poeta se pregunta si de verdad fue necesario tanto dolor: necesario o no, el dolor nos aboca a la decisión. Decidir o morir: esta es la cuestión.
Entramos
así en la siguiente sección de El libro de los adioses. Pasados a
los terrenos de La decisión, el
poeta nos presenta la textura del acto mismo de decidir de manera absolutamente
ejemplar: la mente se mueve al ritmo de
un remoto infinito/ mecida como un corcho en lánguidas oleadas. La decisión
acaba siendo ciegamente conducida por las tormentas
del azar porque todo está siempre más
allá.
Este libro
construye un espacio que se dibuja en soledad, que dibuja la soledad, que se
sufre en soledad. Si se centra en el dolor del desamor, se habla de amor
desperdiciado (siempre se siente como desperdiciado el amor que se rompe). El
desamor es el pecado que conduce al infierno de la soledad que traza el adiós.
Un territorio de fragmentos que el poeta, como Frankenstein, se ve en la
posibilidad de reconstruir: una posibilidad inmediatamente descartada, puesto
que los fragmentos rotos no suman el global del amor. Se dibujan así las angostas escalinatas de la renuncia y la
impotencia que el propio yo lírico se reconoce a la hora de asesinar paraísos,
más encerrado en sus silencios que abierto a una ira que le llevara a la
venganza.
Ante
tal silencio, roto por los versos, EL
LIBRO DE LOS ADIOSES se erige en un puro cuaderno de bitácora en el que se
intenta la travesía para pasar del adiós a otro lugar. Aquí los folios son
velas, y el poeta es un Robinsón sin isla, un náufrago que intenta hacer
inventario de lo que queda en el que una está tentada de resaltar la cantimplora de esperanzas medio vacía.
Con lo que le queda, el poeta se propone volver a levantar una realidad, dibujar los perfiles del cielo.
Con
la premisa de este esfuerzo, el exilio se convierte en la única identidad. El
adiós se confirma como espacio: un espacio siniestro en el que no se es, en el
que es preciso amar la ausencia. Es un valle sombrío, terreno del ángel
exterminador, en donde el futuro dura lo que tarda en pasar /
el segundo de darse cuenta de la soledad. Acabada la exterminación, todo queda restaurado y nuevo / listo para
la siguiente espina: así que no se prevé un posible aprendizaje, y mucho
menos una inmunización contra el amor.
En EL LIBRO DE LOS ADIOSES,
sin embargo, no se juega a la abstracción pura. De hecho, se escribe en una
zona intermedia entre lo cotidiano y lo angélico o lo demoniaco (deberíamos ver
si no son lo mismo, en el fondo), y la constatación del correo, de las cartas
que llegan a nombre de alguien que estaba y ya no está convierte el buzón en la
reificación de la ausencia. Pero aún hay muros interiores, defensas que deben
derribarse: curiosamente, tal acción acabará viniendo de los otros, convertidos
en muro de indiferencia, de incomprensión, de abismos y escombros. Estamos
asistiendo a la definitiva Anábasis del adiós. Aquí el tiempo se detiene. Y al
tiempo detenido le corresponde un espacio que se niega. Así, el poeta será un payaso
que actúa en un descampado: esto es, ante nadie. Constato: bajo la belleza de
lo escrito, late lo siniestro de la ausencia, ausencia que ya no es de una
persona, sino de todo el mundo. Y ante esta devastación, el payaso es el único
superviviente (aunque no se sabe superviviente). He aquí al homo viator: todo lo que se puede hacer es caminar. Un homo viator que convierte su camino en un verdadero via crucis, por cierto, y a este mundo
en una continua despedida, en un continuo desgarro.
El otro,
o la otra, o los otros, son ya un país extranjero que antes era familiar y
ahora es siniestro: no nos conocemos, y mucho menos cuando nos decimos adiós.
El adiós debe convertir forzosamente al otro en el otro: en el extranjero. Y, a
su vez, el que dice adiós es un exiliado: el yo poético.
El
exiliado no ve a sus iguales (a los otros exiliados) y, por eso, la soledad se
multiplica. Este Solitario quisiera ser
la calma primigenia (…) llegar a un lugar fuera del mundo / vestido con el
barro del que nació: pero la vuelta al origen es imposible. El adiós
fundamental se formula a partir de aquí: asistimos ya al funeral de las últimas
posibilidades, a la ruptura del reflejo, a la muerte de la realidad unitaria,
dominable, domesticada, que, quizá, ofrecía la posibilidad del amor, del
retorno al origen: pedazos de espejo roto
le sirven de hoz. El espíritu se deshace en fragmentos (igual que esa
realidad falseada por cualquier espejo) y aparecen los restos de la batalla: la
vida no es una guerra, sino un sinfín de guerrillas en donde el yo poético se
da, finalmente, por vencido: arría la
bandera de la memoria (la necesaria para mantener el combate de las ofensas),
se sumerge en el silencio de abismo. Se llega al silencio. Se llega a la
muerte. Ya sólo queda construir los epitafios
(parciales): estamos en el cementerio del yo. O de todos los “yo”. Hemos llegado al valle del tiempo
detenido: este es el lugar de la eternidad
/ suspendida en un gesto del cuerpo. Un lugar en el que se constata la
soledad (dinámica) del poeta: sé que yo
soy mi viaje y nadie lo conoce. Es el espacio del abismo, de lo siniestro
definitivo. Un lugar que se define, se describe y se escribe desde la negación:
con una pluma que ya no se fabrica (…) a
personas que ya no están (sentimientos que no se llevan). Es un lugar
autorreferente, en el que la forma muere a la vez que la materia poética (los
versos se han ido adelgazando): Paseando,
escribo aquí y allá epitafios parciales. La autorreferencialidad es la
primera cualidad de cualquier laberinto (como este) que traza y multiplica
espacios que en realidad (¿en realidad?) no existen.
Sin
embargo, el yo poético, abandonada toda esperanza tras el adiós (adiós
objetivado por los epitafios), asume su naturaleza tozudamente humana: quiere
ser. Quedan abandonados en la piedra y
dejo atrás, desnudo, el cementerio. / Por fin, / Yo. Se atisba un intento
de Renacimiento, una nueva primavera, una posible esperanza que, en principio,
no está reservada a los que son, como él, de
más allá de la frontera. Pequeño alto: ¿en qué consiste ser de más allá de la
frontera? ¿Ser del otro lado? ¿Del otro lado del espejo? He aquí un estar de
vuelta de la Muerte. Los que vuelven del otro lado son seres sin esperanza, pero
muy resistentes.
Podríamos,
en este punto, hablar del tipo de individuo que se nos dibuja en EL LIBRO DE LOS ADIOSES. Un individuo-isla,
individuo soledad, mapa del territorio en el que todos nos perdemos. Pero preferimos
tomar la poesía a pequeños sorbos, respirar de a poquito y salir huyendo hacia
el lugar de encuentro de (con) otros solitarios.
La
buena escritura genera escritura: aquí me encuentro (pensaba cuando escribía
estas líneas) reflexionando sobre el adiós. Lean este libro. Vivan estos
versos. Son un buen manual de instrucciones, un mapa acotado de orientación por
el espacio difuso que es nuestro propio yo y el de los otros. Los otros, con los que nadamos a contracorriente, aquellos
con los que vivimos en busca de la felicidad en este viaje para el que tenemos dados sin suerte, llaves sin puerta. Nosotros
no estamos vacunados, en esta enfermedad que es vivir, contra
el espeso ruido que nos aleja. Vivir es ir diciendo adiós. Vivir es vivir
en soledad. Vivimos para asistir a la destrucción de lo inmutable, vivimos en
una guerra sin cuartel, encerrados en la cárcel del sentido más allá de la cual
no parece existir un mundo, ni siquiera un mundo navegable. ¿Pesimismo? No.
Constatación. El poeta indica, simplemente, que no vale ignorar lo oscuro. Y se apresta a una hermosa metamorfosis
evanescente: yo, que he sido un árbol,
seré un aliento. Una voz, diría yo. Un aliento para explicarnos e
insuflarnos versos que nos enseñen a vivir y a morir.
En EL LIBRO DE LOS ADIOSES se nos traza una
completa filosofía del adiós: primero, el dolor; luego, la decisión, el exilio.
Y los epitafios: los escritos sobre las tumbas dispersas del yo que se era. Ha
muerto el yo que era antes de decir adiós. Porque todo adiós mata, total o
fragmentariamente.
Asistimos,
pues, a una escritura tensa, límite entre el ser y el no ser. Al desgarro.
Porque el dolor del adiós es un desgarro, una abertura de las simas abisales de
la realidad: en esa grieta crece este libro. Sin embargo, y meritoriamente,
Josep Anton Soldevila no toca fondo aquí: araña abismos. Y sale triunfante.
Sobrevive. Deja ese Mundo anterior en su orbe de fragmentos.
Arañar
la dura corteza de la realidad no es fácil. Hacernos ver (y sentir) lo que es no es fácil. Josep Anton Soldevila
crea, en EL LIBRO DE LOS ADIOSES, un
verdadero espacio dramático: una zona de intersección entre la realidad y el
mundo en la que podemos entender, como seres limítrofes que somos. He intentado
a lo largo de estas líneas, desentrañar las difusas lindes de ese espacio,
lindes en las que el poeta nos invita a movernos en busca del sentido: el ser
humano siempre se realiza (se hace real), curiosamente, en busca de sentido.
Aunque sea desde el sentido creado por el sinsentido del dolor y el desgarro.
El desgarro que nos viene dado a través del amor y del adiós que implica su
desprendimiento. Se dice adiós a un Ser que ya no Es: el otro, un “otro” que
es, a la vez, uno mismo. Este espacio del adiós es un “desespacio”: un espacio
para la desesperación.
Josep
Anton Soldevila nos da la brújula, con estos versos, para atravesar un universo
ficcional, una topografía psicológica que se inicia con una puerta, con leones,
feroces gargantas, con garras, y que se cierra con el viento entre las hojas de otras ramas, con un vuelo, un élan. Cualquier comentario se nos queda
corto. Esto es poesía: no se deja reducir. Lean, vivan este libro: es pura
medicina para la supervivencia. Empieza con un dolor, con el lastre, pero
guarda la necesaria ligereza de los finales que son a la vez un inicio, la
ligereza de los finales que nos ayudan a empezar.
Rosario Curiel
(En las fotografías. Primera foto y de izquierda a derecha:José Antonio Arcediano, Josep-Anton
Soldevila, María de Luis, Rosario Curiel, Santiago López Navia y Antonio García
Lorente; En la segunda foto:Rosario Curiel, Soldevila y Santiago López
Navia.)
Palabras magistrales para un libro magnífico.
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