El saber que el
discreto amigo José Ramón Fernández de Cano -autor de la entrada de este blog
que bajo el título Los otros clásicos recoge
obras de autores del Siglo de Oro menos conocidos pero de comparable genialidad
que los más renombrados- se propone una publicación en la que dará noticia de
nada menos que cien de estos poetas, me ha llevado a recordar una obra y un
autor para los que también el número cien parece adquirir un mágico
significado. Me refiero a Giorgio
Manganelli y a su libro Centuria. Cien
pequeñas novelas río (Ed. Anagrama, 1979).
Al margen de las
etiquetas con que se pretenda clasificarla –experimentalista, vanguardista,
conceptista– la obra de Giorgio Manganelli (Milán, 1922- Roma, 1990) es
memorable.
A mí me deslumbró
–y sigue deslumbrando– con Centuria. Cien
pequeñas novelas río (Ed. Anagrama, 1979), pero en todas sus obras,
incluyendo la última, La ciénega
definitiva, publicada a título póstumo, demuestra un ingenio, humor y
agudezas difíciles de encontrar. Para algunos era un provocador, retórico y
artificioso. Pero creo que era muy cierto lo que él mismo decía de su
escritura: Digamos que lo que hago es
divagar sólo cuando tengo algo esencial que decir.
Me siento incapaz
de explicar lo que es Centuria –“una
vasta y amena biblioteca”, en palabras de su autor– y a riesgo de elegir mal entre los cien relatos que lo
componen, no me resisto a compartir uno de ellos con los lectores de este blog:
Cincuenta
y uno
La
persona que vive allí, en el tercer piso, no existe. No quiero decir que el
apartamento está desalquilado, o deshabitado; quiero decir que la persona que
lo habita es inexistente. En cierto modo, la situación es simple: una persona
que no existe no tiene problemas sociales, no tiene que afrontar el menudo
cansancio de la conversación con los vecinos. Si bien no saluda a nadie,
también es cierto que a nadie ofende, y no tiene problemas con ninguna persona.
Por ejemplo, en el apartamento habitado ahora por la persona que no existe,
vivía antes un hombre de profesión imprecisa, pero desagradablemente conocido
por su tendencia a molestar indistintamente a todas las mujeres a las que por
alguna razón se aproximaba. Lo más molesto era precisamente el hecho de que no
se trataba de un vicioso, para cuya corrección habría bastado con un buen
escarmiento, sino de un hombre que se enamoraba con una frecuencia excepcional
siempre con intenciones serias, y deseaba casarse, aparentemente con
cualquiera, hasta con mujeres casadas, madres maduras, abuelas canosas de
charla fácil. En cualquier caso, el señor era molesto; tanto, que un día había
abandonado su apartamento, no había vuelto a dar señales de vida. Como al cabo
de cierto tiempo había ocupado la casa la persona inexistente, alguien se había
preguntado si entre el señor enamorado y el inexistente no había alguna
relación; y hubo incluso quien dijo que el inexistente no era más que el
enamorado, muerto; pero le hicieron observar que un muerto, o un fantasma, no
tiene nada que ver con un inexistente. Como es normal, al principio hubo comentarios,
preguntas, curiosidades después, la extrema discreción del inexistente hizo que
fuera prácticamente ignorado; no intentaba casarse, no manifestaba polémicas
ideas políticas, no ensuciaba la escalera. En cierto modo, era el inquilino
ideal. Y aquí es, precisamente, donde comenzó el malestar; una vaga irritación,
que altera la concordia de la casa, de sus tranquilos y dignos habitantes.
Todos ellos se sienten un poco culpables porque, inevitablemente, hacen ruido,
charlan, cuando se encuentran, de cosas irrelevantes y tal vez indiscretas,
sacuden las alfombras, ensucian la escalera. Advierten en la impecable conducta
del inexistente una continua reconvención. “Pero quién se cree que es, sólo
porque no existe”, murmuran: está claro, han comenzado a envidiar, y pronto
odiarán, la desenvuelta y evasiva perfección de la nada.
Gracias por esta información tan valiosa, Luis, y por el magnífico relato con que la has ilustrado. Si todos son de este tenor, el libro ha de ser una obra maestra. Creo advertir la influencia de Italo Calvino; ¿es patente también en el resto de los relatos?
ResponderEliminarSí. Tengo entendido que Manganelli era admirador de Quevedo y de Calvino. Y, a su vez, muy admirado por este último. Y como ya digo, es difícil buscar un relato mejor que otro: los cien resultan excepcionales. Cada uno un universo -por cierto, acabo de recordar uno en que, al salir de una tienda, el protagonista descubre que le han robado el universo... Para degustar en breves sorbos. Abrazos. Luis.
EliminarEn la edición original (que creo que es de Adelphi) la introducción es de Calvino. Además, trae otros relatos aparte de los cien. Magnífico. Es una pena que sea tan poco conocido en castellano. Al menos en México sus libros son bastante difíciles de conseguir, y varios títulos no están traducidos, como Las entrevistas imposibles.
EliminarGracias, Erwin, por tu información. Y nos alegra compartir la devoción por este autor irrepetible.
Eliminar