viernes, 15 de marzo de 2013

Centuria de Giorgio Manganelli


El saber que el discreto amigo José Ramón Fernández de Cano -autor de la entrada de este blog que bajo el título Los otros clásicos recoge obras de autores del Siglo de Oro menos conocidos pero de comparable genialidad que los más renombrados- se propone una publicación en la que dará noticia de nada menos que cien de estos poetas, me ha llevado a recordar una obra y un autor para los que también el número cien parece adquirir un mágico significado.  Me refiero a Giorgio Manganelli y a su libro Centuria. Cien pequeñas novelas río (Ed. Anagrama, 1979).

Al margen de las etiquetas con que se pretenda clasificarla –experimentalista, vanguardista, conceptista– la obra de Giorgio Manganelli (Milán, 1922- Roma, 1990) es memorable.

A mí me deslumbró –y sigue deslumbrando– con Centuria. Cien pequeñas novelas río (Ed. Anagrama, 1979), pero en todas sus obras, incluyendo la última, La ciénega definitiva, publicada a título póstumo, demuestra un ingenio, humor y agudezas difíciles de encontrar. Para algunos era un provocador, retórico y artificioso. Pero creo que era muy cierto lo que él mismo decía de su escritura: Digamos que lo que hago es divagar sólo cuando tengo algo esencial que decir.

Me siento incapaz de explicar lo que es Centuria –“una vasta y amena biblioteca”, en palabras de su autor–  y a riesgo de elegir mal entre los cien relatos que lo componen, no me resisto a compartir uno de ellos con los lectores de este blog:


Cincuenta y uno
La persona que vive allí, en el tercer piso, no existe. No quiero decir que el apartamento está desalquilado, o deshabitado; quiero decir que la persona que lo habita es inexistente. En cierto modo, la situación es simple: una persona que no existe no tiene problemas sociales, no tiene que afrontar el menudo cansancio de la conversación con los vecinos. Si bien no saluda a nadie, también es cierto que a nadie ofende, y no tiene problemas con ninguna persona. Por ejemplo, en el apartamento habitado ahora por la persona que no existe, vivía antes un hombre de profesión imprecisa, pero desagradablemente conocido por su tendencia a molestar indistintamente a todas las mujeres a las que por alguna razón se aproximaba. Lo más molesto era precisamente el hecho de que no se trataba de un vicioso, para cuya corrección habría bastado con un buen escarmiento, sino de un hombre que se enamoraba con una frecuencia excepcional siempre con intenciones serias, y deseaba casarse, aparentemente con cualquiera, hasta con mujeres casadas, madres maduras, abuelas canosas de charla fácil. En cualquier caso, el señor era molesto; tanto, que un día había abandonado su apartamento, no había vuelto a dar señales de vida. Como al cabo de cierto tiempo había ocupado la casa la persona inexistente, alguien se había preguntado si entre el señor enamorado y el inexistente no había alguna relación; y hubo incluso quien dijo que el inexistente no era más que el enamorado, muerto; pero le hicieron observar que un muerto, o un fantasma, no tiene nada que ver con un inexistente. Como es normal, al principio hubo comentarios, preguntas, curiosidades después, la extrema discreción del inexistente hizo que fuera prácticamente ignorado; no intentaba casarse, no manifestaba polémicas ideas políticas, no ensuciaba la escalera. En cierto modo, era el inquilino ideal. Y aquí es, precisamente, donde comenzó el malestar; una vaga irritación, que altera la concordia de la casa, de sus tranquilos y dignos habitantes. Todos ellos se sienten un poco culpables porque, inevitablemente, hacen ruido, charlan, cuando se encuentran, de cosas irrelevantes y tal vez indiscretas, sacuden las alfombras, ensucian la escalera. Advierten en la impecable conducta del inexistente una continua reconvención. “Pero quién se cree que es, sólo porque no existe”, murmuran: está claro, han comenzado a envidiar, y pronto odiarán, la desenvuelta y evasiva perfección de la nada. 

4 comentarios:

  1. Gracias por esta información tan valiosa, Luis, y por el magnífico relato con que la has ilustrado. Si todos son de este tenor, el libro ha de ser una obra maestra. Creo advertir la influencia de Italo Calvino; ¿es patente también en el resto de los relatos?

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    1. Sí. Tengo entendido que Manganelli era admirador de Quevedo y de Calvino. Y, a su vez, muy admirado por este último. Y como ya digo, es difícil buscar un relato mejor que otro: los cien resultan excepcionales. Cada uno un universo -por cierto, acabo de recordar uno en que, al salir de una tienda, el protagonista descubre que le han robado el universo... Para degustar en breves sorbos. Abrazos. Luis.

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    2. En la edición original (que creo que es de Adelphi) la introducción es de Calvino. Además, trae otros relatos aparte de los cien. Magnífico. Es una pena que sea tan poco conocido en castellano. Al menos en México sus libros son bastante difíciles de conseguir, y varios títulos no están traducidos, como Las entrevistas imposibles.

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    3. Gracias, Erwin, por tu información. Y nos alegra compartir la devoción por este autor irrepetible.

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