lunes, 28 de julio de 2014

Todas las historias de amor son historias de fantasmas, de D. T. Max

Van dos peces jóvenes nadando y de pronto se encuentran a un pez más viejo que viene nadando en sentido contrario. El pez mayor se acerca y dice: “Buenos días, chicos, ¿qué tal está el agua?”. Los peces jóvenes continúan nadando juntos y al cabo de un rato uno se para y dice: “¿Qué demonios es el agua?”.

Con esta ironía empezaba David Foster Wallace el discurso en la ceremonia de graduación del Kenyon College a la que había sido invitado en el año 2005, y continuaba:

Aprender a pensar en realidad significa aprender a desarrollar cierto control sobre “cómo” y “qué” se piensa. Significa ser consciente y estar lo suficientemente atento como para “elegir” a qué cosas prestar atención y “elegir” cómo uno construye significado a partir de la experiencia. Porque si en su vida adulta uno no puede o no está dispuesto a ejercitar esta clase de elección, está totalmente vendido. Pensad en el viejo tópico según el cual “la mente es un siervo excelente, pero un amo lamentable”.

El episodio está recogido en Todas las historias de amor son historias de fantasmas, de D.T. Max, que es la primera biografía de David Foster Wallace, muerto en el año 2008 cuando apenas contaba con 45 años de edad, y que seguramente es el escritor norteamericano más innovador y con más alcance de los últimos años.

Me gustó mucho esta biografía de D.T. Max, no solo porque documenta con rigor los hitos más significativos de la breve existencia de Wallace –la cultura del Medio Oeste en la que vivió sus primeros años, la influencia de unos padres cultos y con un ideario liberal de la educación, la aparición de una depresión que a la postre acabaría con su vida, las reiteradas caídas en el alcohol y las drogas y su constante lucha por escapar de ellas, su inestabilidad emocional y la búsqueda de la mujer idealizada que nunca encuentra–, sino porque, paralelamente y en relación directa con esa experiencia vital, vemos nacer y crecer su vocación literaria. Una literatura que como su vida es tempestuosa, llena de dudas, altibajos, periodos de oscuridad y otros de enorme brillantez y clarividencia. Los lectores de La escoba del sistema, La niña del pelo raro, La broma infinita (la novela que le llevaría al éxito), Entrevistas breves con hombres repulsivos o Extinción, podrán encontrar en estas páginas de D.T. Max los entresijos vitales y presupuestos teóricos de los que nacieron (las lúcidas reflexiones y dudas que le sugieren el minimalismo y posmodernismo imperantes) y, sobre todo, cómo en la escritura de Wallace se desdibuja hasta desaparecer esa tenue línea con que nos empeñamos en separar la ficción de la realidad.

También aprendemos mucho del mundo literario norteamericano: la influencia de los medios, las planificadas campañas publicitarias, la profesionalidad y cuidado de los agentes literarios y editores, la pesada carga del éxito. De las relaciones entre escritores –en las que, como en otros escenarios, se vislumbran camarillas, envidias, zancadillas– me quedo con las de Wallace con Delillo, Jonathan Franzen, Mark Costello. En ellas, más allá de un interesante cambio de pareceres sobre la literatura, se aprecia una sincera amistad y el apoyo desinteresado en los momentos más complicados.

En un cuaderno en que Wallace anotaba sus reflexiones mientras escribía El rey pálido, su última e inacabada novela sobre el aburrimiento en la sociedad norteamericana, podemos leer:

Quizá el aburrimiento esté asociado con el sufrimiento psíquico porque aquello que resulta aburrido u opaco no consigue ofrecer la estimulación suficiente para distraer a las personas de otro tipo de sufrimiento más profundo que siempre está ahí, aunque sea en forma de música ambiente a un volumen muy bajo, y del que la mayoría dedicamos casi todo nuestro tiempo y energía a intentar distraernos para no sentirlo, o al menos para no sentirlo directamente o con todo nuestra atención.


Creo que David Foster Wallace escuchó desde muy joven esa “música ambiente” : a veces sucumbía a ella, otras se distraía conscientemente para eludirla; pero la mayor parte de las veces la enfrentaba racionalmente  –como ejemplo, y a pesar de que tuviera que lidiar con las Matemáticas, ahí está Una breve historia del infinito sobre los distintos tipos de infinito que descubriera Georg Cantor–. Y sobre todo se aferraba a la literatura como tabla de salvación. Creía en la literatura como solución.


Un día, ante la interpelación de un joven escritor, Weston Cutter, que parecía ser su alter ego, Wallace reconoce que no tiene respuestas pero que mantiene la esperanza de esa manera:

 “Se trata de eso: ¿cómo mantienes la esperanza? ¿Cómo consigues no cansarte directamente de toda esta mierda, todo el tiempo, que llega de todos los vectores, públicos y privados y gubernamentales? Y aun más apremiante, ¿cómo consigues no agotarte y sentir como si no fueras más que un proveedor de lo anteriormente mencionado?”

En el año 2008, y atascado en la escritura de El rey pálido, acahaca su lentitud y falta de inspiración al Nardil, medicación contra la depresión que lleva muchos años tomando, y la suprime. No tarda en caer una profunda crisis depresiva de la que ya no puede salir. El 12 septiembre de ese año se ahorca en el patio de su casa de Claremont.

Me emocionó saber que había pasado sus últimas horas ordenando el manuscrito de la novela, los borradores con los esbozos de los personajes, fragmentos que no había conseguido integrar en el texto definitivo. Su intención era que Karen, su mujer, encontrara todo lo más ordenado posible.


En el terrible sufrimiento que genera la depresión, ¿qué tipo de esperanza latía en este hombre desesperado y que aún depositaba en lo que había escrito?

1 comentario:

  1. Hace unos meses fui poniendo muchos de sus libros en fila, y estoy dispuesta a devorarlos, uno tras otro, si es cierto todo lo que voy leyendo sobre él. Me parece una personalidad muy interesante y un drama para la literatura que haya desaparecido. Independientemente de que me guste o no -aunque puedo adivinar que sí- últimamente estamos muy faltos de genios.

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