martes, 6 de noviembre de 2012

Brillaron para ti los soles luminosos


Fulsere quondam candidi tibi soles…

Catulo, Carmina, VIII

Pocas horas después de la muerte del gran Agustín García Calvo cuesta mucho no abundar en todo lo que de él ya nos consta. Difícil, pues, a estas alturas, ser original repitiendo que fue un filólogo de talla excepcional; que fue un traductor dotado como pocos para captar el alma de la poesía, desde los clásicos grecolatinos hasta Shakespeare pasando por Sem Tob; que fue un poeta sobresaliente y originalísimo; que manifestaba una hondura filosófica siempre sorprendente… Que fue, en fin, un sabio total integrado en una generación de sabios (Rodríguez Adrados, Mariner Bigorra, Lázaro Carreter, Andrés Amorós, Antonio Prieto, Rafael Morales…) gracias a cuya huella muchos de nosotros seguimos estando plenamente seguros de la utilidad de los saberes que la inteligencia y la sensibilidad de nuestros días, muchas veces planas hasta el desconsuelo, se encargan con alegre negligencia de hacer pasar por inútiles.

Prefiero centrarme, pues, en todo lo que movió en mí desde el momento en el que le conocí, aquel día de octubre de 1979 en el que entró en un aula atestada de la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid para darnos la bienvenida y decirnos de inmediato que todos teníamos aprobado general. El efecto fue claro, y sin duda era el que él pretendía: de aquel grupo de casi ciento cincuenta alumnos de Latín de primer curso de Filología, en clase nos quedamos solo aquellos que nos sentíamos movidos por el sentimiento sincero –la curiosidad, el interés, el afán por saber, el sentido kantiano del deber o la mezcla de todos– que a unos y a otros nos animaba. Yo no tardé en ser consciente del privilegio que sus enseñanzas, ajenas a toda convención, supusieron para mí. Superado con dificultad el estupor del joven acostumbrado a una visión mucho más conservadora de la enseñanza, asistí de su mano a la ceremonia que oficiaba cada día como un sumo sacerdote del conocimiento de cuyos labios brotaba la exposición de un sistema lingüístico novedoso y coherente junto al disfrute de los textos latinos, que nos hacía aprender para degustar su sonoridad y hacer nuestro su poderoso mundo de evocaciones. Gracias a él somos muchos los que aún, cuando le recordamos, podemos citar de memoria los primeros versos del poema VIII de los Carmina de Catulo y recordar su extraordinaria traducción de De rerum natura de Lucrecio, salpimentada de las explicaciones más ricas y elaboradas.

Jamás olvidaré la pregunta única (sorprendente, rompedora, inesperable) de su examen final, oral y personalizado: “¿Cómo se lo ha pasado usted en mi asignatura?”. Frente a tantos que aprovecharon la ocasión para intentar dorar la píldora al maestro, acaso sin éxito, tampoco olvidaré jamás mi respuesta sincera, en la que le hice saber sin tapujos el efecto de extrañamiento –de incomodidad inicial, incluso– que habían suscitado en mí su método y sus enseñanzas. Con el paso de los años supe interpretar su principal lección, que fue la que dictó durante toda su vida: la indeclinable independencia de criterio frente a cualquier sistema, que él sostuvo siempre con la radical tenacidad del polemista aventajado por una rotunda superioridad intelectual. Aún la última vez que le vi, hace ya algunos años, en un curso de verano en el que tuve la alegría de ser su anfitrión institucional, seguía reivindicando la desaparición de la persona frente a su propio discurso, siempre empecinado en mantener su coherencia en un tiempo en el que la inteligencia se resistente no tanto por su connatural fragilidad como por la contundencia cavernícola de quienes la desprecian. Y sé que hubo un tiempo en mi vida, gracias a él y a mis maestros más admirados y añorados, en el que, al igual que para el enamorado Catulo, brillaron para mí los soles luminosos. No puedo brindar mejor homenaje permanente a todos ellos que mi persistencia en el camino que nos trazaron.

Dejas tras de ti una vida seminal y fecunda, maestro. Estás ahora en esa confusión del tiempo sobre la cual tanto te gustaba disertar. Sit tibi terra levis.

Publicado originalmente en: zoomnews

2 comentarios:

  1. Mi admirado Sir Yago: con el estilo propio de las afirmaciones de los Estados Mayores, es decir, claras, concretas, concisas y que sirven para nada, sólo digo. SUBLIME.
    El Brigadier García

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    1. Gracias, oh preclaro Brigadier. Viniendo de usía estas palabras son más que un cumplido al uso.

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