(Punto de Vista Editores acaba de publicar un nuevo libro de relatos de Emilio Gavilanes. Transcribimos aquí el Prólogo de Luis Junco a esta nueva entrega de un escritor que, en nuestra opinión, logra mantener con ella el nivel de calidad y emoción al que ya nos tiene acostumbrados.)
PRÓLOGO de Luis Junco a Autorretrato, de Emilio Gavilanes
Quiero comenzar este prólogo con unas palabras del último relato
del libro, que, bajo el título “Autorretrato”, da nombre al conjunto. Escribe
el narrador:
“No me gustan los prólogos. Me los salto. Salvo que sean de
Borges. En ese caso lo que me salto es el libro.”
Estoy completamente de acuerdo con él. ¿Y entonces?, me
pregunto, ¿por qué el propio autor me pide este exordio? Pues, no siendo yo
Borges ni teniendo el poder o la capacidad de emularlo (ya me gustaría a mí),
¿se me está pidiendo que escriba algo que pueda (y deba) evitarse para dar paso
sin dificultad a la lectura del libro?
Aunque así fuera, me respondo, no tengo inconveniente. La
amistad y devoción que profeso a Emilio Gavilanes me lleva a dar este salto al
vacío sin vacilación, incluso con ganas. De modo que para los pocos y
aguerridos lectores que, haciendo caso omiso de la sana recomendación del autor
con respecto a los prólogos, la curiosidad lleve a continuar con la lectura, me
pongo manos a la obra.
Y seguramente la curiosidad en primer lugar dirigirá su atención
—como ocurrió conmigo— al título, Autorretrato, y a preguntarse si es que con este libro
Emilio Gavilanes pretende describirse a sí mismo. Una cuestión que como toda
buena pregunta no admite un sí o un no concluyentes. Esta es la respuesta que
más me ha convencido, sin que por ello pretenda yo que sea la única y verdadera
explicación.
Si juzgáramos a partir del relato señalado —el que cierra el
libro—, la respuesta sería afirmativa. Sí, en ese “Autorretrato”, con el estilo
elegante y sencillo al que nos tiene habituados, Emilio Gavilanes se retrata en
un humilde decálogo de preferencias y aversiones en el que lo reconocemos. Sin
embargo, basta leer unas cuantas narraciones del principio, que nos llevan
—casi siempre en tiempo presente— a María, la madre de Cristo, a Clara, una
muchacha de un barrio del extrarradio que asiste sin saberlo a los diez últimos
minutos de la vida de su abuelo, a la hija de un cabrero, que vive atormentada
por un terrible acontecimiento de la infancia, para desdecirnos de lo que
habíamos afirmado. Lo más sencillo, entonces, tal vez sería convenir que se
trata de un conjunto de cuarenta y ocho relatos —algunos muy cortos, de unas
cuantas líneas— de gran intensidad emocional y poética, en el que se ha tomado
el último de ellos, de corte claramente biográfico, para dar título al libro.
Pero tampoco eso me parece del todo acertado y sigo pensando que “Autorretrato”
no es solo un título, sino que su carácter vertebra todo del conjunto. ¿Y quién
mejor que el mentado Jorge Luis Borges, predilecto del autor y de quien
confiesa no saltarse ni siquiera los prólogos, para apoyar mi argumento?
Es conocido el texto “Borges y yo”, en el que, al alimón, el
personaje y el célebre escritor argentino se describen sin que al final pueda
saberse quién realmente escribe el autorretrato. Pues bien, a mi entender, este
mismo juego está en las entretelas del libro de Emilio Gavilanes. Si en la
última narración el autor aparece en “carne y hueso”, en el resto del libro se
ha convertido en un Guadiana que se esconde entre las palabras y produce con
ellas esa alquimia en que se mezcla lo real con lo imaginario para salir de
nuevo a la luz transformado en lo que reconocemos verdadero.
Sueños, recuerdos, obsesiones, gustos, aversiones del personaje
son utilizados por el escritor para elaborar su producto. Y también, claro,
datos biográficos de Emilio Gavilanes. Por ejemplo, de su ascendencia
campesina, según declara en ese último relato —“casi todos mis antepasados son
de dos aldeas del noroeste que distan un par de kilómetros”—, deriva La
Carballa, territorio mítico que ha creado su imaginación, poblado por soberbios
personajes y mitos y costumbres enraizados en una remota y rica cultura, de la
que también se alimentó otro escritor de culto de Emilio: Álvaro Cunqueiro. De
esta estirpe entiendo que son los relatos: “Historia de nuestros coches”, “La
isla de los muertos”, “Una tertulia”, “Enero del Greño”, “Camino de la guerra”,
“En el bosque”, “El perro de Magín”, “Coloquios del pasado”.
Y de la “parte visible urbanita” de Emilio Gavilanes, y, más en
concreto, de la atmósfera de los barrios humildes de las afueras de Madrid y de
la época mágica de la infancia y primera adolescencia, saca el escritor el
material de, por ejemplo: “Carta a los Reyes Magos”, “Las cosas de la
infancia”, “Los hermanos”, “Noche de frío” o “El jilguero, un grano de alpiste,
el otro mundo”. (Esta misma veta biográfica inspira, a mi entender, otro de los
mejores y más recientes libros del autor, Breve enciclopedia de la infancia, por el que Emilio
obtuvo el pasado año el XVI Premio Tiflos de novela.)
Pero más allá de indagar en esas canteras relacionadas con la
biografía de Emilio Gavilanes que el escritor utiliza para sus narraciones,
quisiera ahora fijarme en ese proceso alquímico al que antes me refería, la
propia escritura. Y aunque son muchas las características que podríamos
considerar, voy a señalar tres, que a mi juicio son determinantes en su
literatura.
La primera es la
brevedad. La prosa de Emilio es concisa, sencilla y eficiente, y a tal efecto
elige cuidadosamente las frases, los ritmos, las palabras. Como más de una vez
le he escuchado —y en este libro vuelve a declarar en el relato “Autorretrato”
refiriéndose al estilo de Chejov—, se trata de obtener la máxima emoción
(conmoción me gusta más) con el menor gasto de elementos narrativos posible. Y
a fe que lo consigue, no solo a lo largo y ancho de sus relatos más largos,
sino sobre todo en las narraciones breves. Además de las cuatro frases de
Emilio con las que empecé este prólogo (¡qué manera más elegante, precisa y
cortante para decir que no le gustan los prólogos!), abundan en este libro los
relatos cortos y poderosos: “Historia sagrada”, “El timbre”, “Gonzalo de Berceo
imagina al niño Jesús descubriendo que es Dios”, “Señora de los Animales”,
“Odio”, “La educación sentimental por el fútbol”, “Efecto mariposa”… Y, entre
todos, hay dos que me han puesto la piel de gallina: “Las cosas del campo” y
“Nostalgia”. ¡Cuánto puede decirse con tan poco! No es casualidad que sus
protagonistas sean niños. (De esa misma vocación por la búsqueda de la brevedad
son sus dos libros de haikus: El gran silencio y Salta del agua un pez.)
La segunda característica es previa a la propia escritura y tiene que ver con
la selección. De la infinidad de cosas que directa o indirectamente nos sucede
en la vida, hay muchas que tienen la capacidad de conmovernos. Sin embargo, son
muy pocos los que se sienten “tocados” por ellas, que sienten su influencia. En
ese sentido somos como el compuesto químico que, mezclado con otros muchos y
diferentes, apenas reacciona con ninguno, salvo si está presente la enzima
apropiada. Esta (la enzima) es en definitiva un molde, que ha evolucionado de
tal manera, que su configuración ha adoptado la forma exacta de las moléculas
de los elementos químicos en contacto y propicia su unión. Se produce entonces
verdadera explosión “afectiva” y la velocidad de la reacción se puede
multiplicar por un billón. Pues más o menos así entiendo yo la presencia en
este caso del escritor con talento. No solo es capaz de crear el modelo
correcto, sino que identifica y selecciona debidamente los reactivos. En mi
opinión, Emilio Gavilanes es también un maestro de la selección. De ahí su
interés por el trabajo de los naturalistas y, dentro de sus observaciones,
aquellas de mayor significado, como las que pueden leerse en el relato “El
libro de Rys”. No me resisto a transcribir aquí un breve párrafo que lo
ilustra:
“Hay unos pajaritos
que han desarrollado la habilidad de abrir un fruto muy duro que contiene un
líquido de alta concentración alcohólica, debida a la fermentación del jugo
segregado en su interior. Estos pajaritos consiguen agujerear la cáscara y
beben de ese líquido hasta que completamente borrachos caen al suelo. Asociadas
a ese árbol viven unas hormigas carnívoras que devoran a los animales que caen
aturdidos bajo los efectos del alcohol. En cuanto esos pajaritos notan los
primeros picotazos se levantan y echan a volar, pero las hormigas ya los han
invadido y siguen haciendo su trabajo en pleno vuelo. Son tantas y tan voraces
que se van comiendo vivo al pajarito, que no deja de aletear. Su vuelo va
dejando un rastro de plumas que se van desprendiendo. Cuando el animal se
desploma, lo que cae es un esqueleto que se desarma en el golpe contra el suelo
y un puñado de hormigas, que no sufren daño aunque caigan desde muy alto.
Vuelven ahítas al hormiguero.”
Y acabo con la tercera
de las características: el asombro. Que no es solo el título de otro de los
relatos del libro, en el que se pone de manifiesto la importancia de los
sentidos elementales como primera vía de acceso al descubrimiento a través del
asombro; sino también un grado más elevado y profundo de este deslumbramiento
que se lograría a través de la literatura. Creo que en el fondo de la escritura
de Emilio Gavilanes subyace este objetivo. Muchos de sus relatos son como
súbitos fogonazos de luz que nos permiten ver (sentir) por unos momentos una
realidad que está detrás del velo de hábito y falaz cotidianidad que nos
envuelve. Y nos deja temblorosos de emoción. Una imagen que él repite en algunos
de sus libros me parece que representa esta idea: un pez salta del agua y por
unos instantes permanece en el aire, antes de sumergirse de nuevo en su
elemento. (En este libro aparece al final de “La resurrección de Mozart”.) La
imagen es muy poderosa por varias razones, pero para mí la más importante es
por mostrar al mismo tiempo dos perspectivas: una, la nuestra, como
observadores de una fugaz belleza que habitualmente se nos esconde; la otra, la
del pez, que durante esos breves momentos descubre un mundo fuera del agua que
tal vez le cause un asombro paralelo al nuestro. Las dos partes descubrimos por
el asombro.
Y bueno, creo que para
ser un prólogo destinado a ser evitado ya he escrito demasiado. No importa si
como obstáculo ha servido de acicate para saltar sin más demora a la lectura
del estupendo Autorretrato de Emilio Gavilanes. A los que ya conozcan sus otros
libros, sin duda les parecerá una nueva pieza en el mágico puzle que se va
conformando con toda su obra. Y a los que por vez primera acudan a sus páginas,
auguro una adicción que no hará sino crecer con la lectura de cada una de sus
obras anteriores: La primera aventura (Seix Barral, 1991), El bosque perdido
(Seix Barral, 2001), La tabla del dos (Premio de relatos NH 2003), El río (Ediciones
de La Discreta, 2005), Una gota de ámbar (Ediciones de La Discreta, 2007), El
reino de la nada (Menoscuarto, 2011), Salta del agua un pez (La Veleta, 2011),
El gran silencio (La Veleta, 2013), Breve enciclopedia de la infancia (XVI
Premio de Novela Tiflos; Edhasa/Castalia, 2014) e Historia secreta del mundo
(Ediciones de La Discreta, 2015).
(El libro ya puede adquirirse en formato digital y a un precio muy asequible en http://puntodevistaeditores.com/tienda/autorretrato-2/)
Un prólogo interesante. Ayuda a adentrarnos en el libro, sin duda.
ResponderEliminarEl prólogo es magnífico (como todo lo que escribe Luis Junco). No sé si el libro estará a la altura.
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