Hace ya más de un siglo que esa idea de un espacio y un tiempo como
escenarios inertes en el que desarrollamos nuestra vida fue derogada. Y hoy
sabemos que también nosotros somos parte inextricable de ese tejido
espacio-temporal. En la física actual se conjetura con que las partículas
materiales no sean otra cosa que una especial conformación del espacio y el
tiempo. Sin embargo, lo misterioso sigue siendo cómo nuestra inteligencia es
capaz de utilizar ese mismo material para convertirlo en poesía.
Julio Ramón Ribeyro –del que ya se habló en otra entrada de este
blog– parecía ser consciente de esto. Lo dice en una de sus “prosas apátridas”:
El
hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere –una
receta médica, un recado- es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos
que puedan concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo
visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al
escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos,
convertir en formas lo que era solo formulación y saltar, sin la mediación de
la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se
trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial,
aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que
no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que
para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a
interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. Así, toda nuestra cultura
está fundada en un ir y venir de conceptos y sus representaciones, en un
permanente comercio entre mundos aparentemente incompatibles pero que alguien,
en un momento dado, logró comunicar, al descubrir un pasaje secreto a través
del cual podía pasarse de lo abstracto a lo concreto, gracias a una treintena
de figuras que se fueron perfeccionando hasta constituir el alfabeto.
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