(La Discreta acaba de publicar Los otros clásicos, de José Ramón Fernández de Cano, muchas de cuyas entradas han sido motivo de aplauso y cálida acogida en las páginas de este blog. El libro ya está en la calle y, además de en las librerías, pronto podrá ser comprado on line a través de la página web de la editorial: www.ladiscreta.com)
La
feliz antología de José Ramón Fernández de Cano, que él califica como acto de
amor, es también un acto de justicia. En el Siglo de Oro español brilló una
inmensa constelación de poetas. Su mayor parte no solo sufrió el eclipse a
causa de los astros más grandes y cegadores, sino que se ha olvidado después, o
se ha denigrado como caterva grotesca de mediocres o de infelices, cuando no de
parásitos. El Siglo de Oro es como un iceberg poético, del cual vemos tan solo
una mínima parte, esa de Góngora, Quevedo, Cervantes, Fray Luis, San Juan de la
Cruz, Lope de Vega y otro puñado de excelencias literarias. La otra parte,
inmensa, permanece fuera de la luz, oscura y sumergida. Más que hablar de una
generación perdida, cabe hablar de una verdadera constelación perdida […]. José
Ramón Fernández de Cano ha querido además ofrecer alguna noticia sucinta de
cada poeta rescatado. Desfilan entre el centenar un judaizante relapso, un
embajador arruinado, una dama resuelta, un catedrático negro, un abad
vihuelista, un militar arqueólogo, una monja curiosa, un niño prodigio, un
antequerano desconocido, un mediterráneo rayo de la guerra, varios canónigos
disolutos, militares gotosos, cortesanos indigentes, iluminados novohispanos y
novogranadinos, médicos adeptos a las musas, culteranos tardíos y extremados,
grandes de España preteridos, genios anónimos todos, fascinantes en sus
personas como en sus versos; y poetas olvidados todos, por supuesto, en esta
España siempre caprichosa, ingrata, rica y derrochadora de ingenios
esclarecidos.
(Dativo Donate, “Epílogo”)
Nuestro
antólogo se entrega al propósito legítimo de enmendar la plana al canon áureo,
y lo consigue mediante el rescate de poetas “preteridos, ignorados y
ninguneados”, acción tan rayana en el alarde como harto pertinente en estos
tiempos ágrafos en los que los discretos nos empeñamos en seguir naufragando
con paladina constancia. Rescate, además, reivindicativo, en el que Fernández
de Cano y Martín discrepa con otros especialistas, amparado en una autoridad
difícilmente contestable y dejando claro que el goce de la poesía, como todos
los goces, solo es posible si es rigurosamente personal en los criterios y en
los gustos, y que no cabe la pontificación (ni sacralizante ni demonizante) a
la hora de condicionar las lecturas ni de cincelar los cánones […]. El lector
amante de la poesía, especialista o no, vibrará con los versos y las peripecias
vitales, gozosas y doloridas, de hombres y mujeres que vivieron un tiempo
irrepetible, labrado a medias entre la pasión y el artificio, en donde el
cultivo de la poesía era el resultado de una formación rigurosa y de un
espíritu elevado.
(Santiago López Navia, “Prólogo”)
En
breve, verás deambular por estas páginas un tropel de poetas y poetisas de toda
laya, cada cual con su estilo propio y su peculiar andanza a cuestas: poetas
sacerdotes, poetas profesores y poetas juristas, entreverados con poetas
hampones, poetas soldados y poetas aventureros; autores exquisitos o
chocarreros, y autoras prestigiosas o enigmáticas; bardos acaudalados y vates
paupérrimos… Aquí, un malogrado escritor muerto en su cama, rodeado de amigos,
cuando estaba festejando su supuesta sanación; allá, un deslenguado poeta
ajusticiado en la horca; acullá, un infortunado autor asesinado a cuchilladas
en casa de unos amigos. Y alrededor, o en medio, o a la postre (porque
enseguida descubrirás, escamado lector, que en esta enloquecida zarabanda
barroca el tiempo y el espacio se me han ido diluyendo, sometidos a los fueros
establecidos por mis bríos y a las premáticas dictadas por mi voluntad), una
disputa entre poetas convecinos que da con todos ellos en la cárcel; o un negro
que pasa de ser esclavo a maestro de Gramática; o un joven seductor que cree
toparse con la muerte al desvelar el rostro de la mujer a la que acosa; o un
religioso que no estima irreverente el celebrar en un soneto no ya los pechos
de la Virgen, sino la leche que mana de ellos; o un vulgo convencido de que la
peste declarada en Milán la han provocado, envenenando sus cisternas, unos
esbirros a sueldo del rey de Francia… Lances, ideas, figuras, escenarios y
esquemas mentales que, en su conjunto (y a pesar del caos asumido –y aun diré
que revoltosamente buscado– como tributo debido a la época), acaban
configurando, a lo que creo, un magnífico retablo de las formas de vida y la
mentalidad de los hombres de los siglos XVI y XVII.
(José Ramón Fernández de Cano y Martín, “Epístola al lector”)