Por Santiago López Navia
(El
presente texto es una adaptación de la intervención de su autor en la mesa
redonda “El ADN de Cervantes” celebrada en la Fundación Universitaria Marqués
de Valdecilla de la Universidad Complutense de Madrid el 8 de noviembre de 2016
dentro del programa Encuentros Complutense)
1. Introducción: la mitocondria y el
mito
Quiero empezar dejando
constancia de que en este año Cervantes, que supone un regalo irrepetible para
el cervantismo, me siento privilegiado al poder participar en el tan necesario
diálogo entre las Ciencias y las Letras, que no definen ámbitos tan alejados ni
mucho menos opuestos, pese a los tópicos absurdos que a veces imponen los
prejuicios que devienen de la ignorancia y de la falta de ambición intelectual,
única ambición, si se me permite decirlo, que considero legítima.
Por lo que respecta al
peso de las evidencias y a la utilidad inmediata de los hallazgos, el diálogo
entre las Ciencias y las Letras se inclina favorable y comprensiblemente ante
las Ciencias. La literatura, en donde reina en buena hora la ficción, no
siempre se conforma con una visión pragmática y utilitarista de los hechos
científicos y con frecuencia tiende a trascenderlos. Esto no quiere decir que
la Ciencia no tenga el peso necesario en la literatura. Una de las gestas
científicas más importantes de la contemporaneidad, creo que no muy conocida y menos
aún tan reconocida como debiera por los españoles, se fraguó precisamente en
España y ha tenido su recorrido literario. Me refiero a la Real Expedición
Filantrópica de la Vacuna, que bajo la dirección del Dr. Javier Balmis partió
del puerto de La Coruña un 30 de noviembre de 1803 para llevar la vacuna de la
viruela a América y Filipinas, y que tres años después suscitó la celebre oda
escrita por Manuel José Quintana, poeta ilustrado que ya anuncia la transición
hacia el romanticismo. Baste recordar que esta hazaña médica ha inspirado dos
novelas bastante recientes: Ángeles
custodios, de Almudena de Arteaga, en 2010, y A flor de piel, de Javier Moro, en 2015.
Este
mismo peso de la Ciencia en la Literatura se evidencia en la impregnación
científica de la forma de escribir novela en el realismo, y más aún en el
naturalismo, que se ve influenciado de forma evidente por los postulados de
Darwin y Mendel, y por seguir con el siglo XIX, no deja de ser significativa la
constante valoración de la ciencia en esa centuria que en sus últimos años,
concretamente en 1897, recuerda Bram Stocker en diferentes momentos de la
escritura de su inolvidable Drácula. Otra
cosa es que los albores de este mismo siglo, en el que el avance de la ciencia
con respecto a los anteriores es de una aplastante obviedad, traigan también
consigo, de la mano del romanticismo, el intento de trascender y desafiar las
fronteras y las limitaciones de lo científico –lo que llamamos, en fin,
ciencia-ficción– y no es otra la propuesta
de Mary Shelley cuando se propone escribir su Frankenstein o el moderno Prometeo. Por esa pista, en los mismos
años que su coetáneo Bram Stocker, y con un inequívoco componente ético,
transitará Herbert George Wells con La
máquina del tiempo, La isla del doctor Moreau y El hombre invisible y así podríamos llegar hasta Isaac Asimov, que
no cierra ni mucho menos este recorrido. Pero este no es el asunto que nos
convoca.
Esta
es, en fin, la orientación de la literatura, en la que, si se me permite un
juego de palabras muy previsible y nada meritorio, pesa más el mito que la
mitocondria. Algo muy parecido debemos afrontar cuando queremos aproximarnos
científicamente al perfil biográfico de Miguel de Cervantes, porque a estas
alturas de la biografía cervantina es más que imprescindible asumir que, como
muy bien sostiene José Manuel Lucía Megías en La juventud de Cervantes, el primer tomo de una biografía de
Cervantes que ya es de referencia, el mito ha acabado imponiéndose al hombre.
Así
pues, lo primero que me propongo es aproximarme a Cervantes a través de los
datos que podrían resultar de mayor interés para determinar el ADN cervantino, bien
entendido que la fuente de este esbozo de “historia clínica” es Cervantes
mismo; a continuación rastrearé algunos datos de la ciencia médica en la obra
de Cervantes y cerraré mi recorrido con algún detalle curioso sobre el peso que
la tecnología, la ciencia y aun la paraciencia han tenido en las recreaciones
narrativas hispánicas de su principal obra, el Quijote.
2. Algunos detalles de la historia
clínica de Cervantes a través de Cervantes
Por muy
decepcionante que resulte aceptarlo, ya sabemos que no existe ningún cuadro
auténtico ni autorizado de Cervantes –ni siquiera el tan cacareado retrato
firmado por Juan de Jáuregui, al que el mismo autor se refiere en 1613 en el
prólogo de las Novelas ejemplares– y
que debemos guiarnos por su autorretrato literario, conformado por los datos
autobiográficos que él mismo nos proporciona, sin que seamos capaces de
determinar con claridad si son datos creíbles o han pasado por el tamiz de la
ficcionalización.
Si
tenemos que fiarnos de lo que Cervantes dice de sí mismo en el prólogo de las Novelas ejemplares a cuenta del retrato
de Jáuregui, y obviando elementos estrictamente descriptivos que, acaso
deliberadamente, tampoco son un ejemplo de precisión, sabemos de la pérdida de
la movilidad de su brazo izquierdo como consecuencia de las heridas de arcabuz
que sufrió el 7 de octubre de 1571 en su posición durante la batalla de
Lepanto, lesión a la que nuestro autor vuelve a referirse con legítimo orgullo
de patriota en el prólogo del Quijote de
1615, cuando se defiende de las ofensas que le ha causado el siempre misterioso
Alonso Fernández de Avellaneda en el prólogo de su Quijote apócrifo.
Ya en la Epístola a Mateo Vázquez de 1577,
redactada durante su cautiverio en Argel, Cervantes nos hablaba de sus heridas
en el pecho y también nos decía que “la siniestra mano/estaba por mil partes ya
rompida”. En el mismo sentido, y siempre según lo que dice Cervantes de sí
mismo, sabemos que era tartamudo, y a ese mismo hecho ya se había referido
también en la Epístola a Mateo Vázquez
en donde dice, aludiendo a su deseo de postrarse ante el rey Felipe II, que “mi
lengua balbuciente y casi muda/pienso mover a la real presencia”, los mismos
versos que en su momento también formarán parte del parlamento del soldado
Saavedra en El trato de Argel, obra
que en todo caso no se publicó hasta 1784 gracias a Antonio Sancha.
Por
otra parte, también resulta de la mayor relevancia la lectura de los paratextos
de la obra póstuma de Cervantes, Los
trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada en 1617. Cervantes firma la
dedicatoria a su protector, el Conde de Lemos, el 19 de abril de 1616, cuatro
días (tres en realidad) antes de su muerte, habiendo recibido los sacramentos
pertinentes y consciente de que está viviendo sus últimos momentos al hacer
suyos los primeros versos de un poema muy difundido desde el siglo XVI y
sabedor de que tiene “puesto ya el pie en el estribo”; por si fuera poco, al
final del prólogo este Cervantes ficcionalizado nos dice con claridad: “que yo
me voy muriendo”.
También
nos consta, por lo que le dice el estudiante con el que dice encontrarse, que
Cervantes es un “manco sano” del brazo izquierdo, o sea, alguien que conserva
el brazo pero no su funcionalidad, y que este mismo estudiante diagnostica como
“hidropesía” la enfermedad que, según se va sabiendo con los años a partir de
los trabajos del Dr. Álvarez Sierra en 1972, es más bien una cirrosis hepática,
como corrobora en 1999 el Dr. Antonio López Alonso en su libro Enfermedad y muerte de Cervantes, en el
que nos habla de cirrosis hepática con diabetes secundaria, enfermedad que
cursa precisamente con polidipsia, el deseo irrefrenable de beber.
Otra
cosa es que suscribamos la atinada pregunta que se formula Carlos Romero en una
de sus autorizadas y elaboradísimas notas con las que complementa su edición
del Persiles: “¿Constituye el
bellísimo prólogo la relación de un viaje realmente llevado a cabo por el casi
moribundo Cervantes, o se trata, en cambio, de una ingeniosa ficción, con dimensiones
claramente simbólicas?” Este es el punto en el que la literatura deja abierta
la puerta al mito, que no se aviene a la exactitud que admite y aun exige la
mitocondria.
3. Algunos rastros de la ciencia
médica en la obra de Cervantes
No se puede decir que los
médicos tuvieran muy buena prensa en nuestros Siglos de Oro (y aquí habría que
traer especialmente a colación a Quevedo). Por lo que respecta a Cervantes, es
muy probable que la visión que dispensa a los médicos en sus obras literarias
estuviera condicionada en parte por la experiencia personal que acreditó como
hijo de un cirujano-sangrador.
Además de algunas
apariciones poco significativas de algún que otro médico en determinadas obras
(El celoso extremeño, La española
inglesa, El rufián dichoso o el Persiles),
debe reconocerse que en la obra cervantina los médicos no quedan muy bien
parados. En la obra homónima, y hablando de los malos médicos, el licenciado
Vidriera afirma contundentemente que “no hay gente más dañosa a la república
que ellos” y que “solo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a
pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe”. En El coloquio de
los perros Berganza le dice a Cipión que “de cinco mil estudiantes que
cursaban aquel año en la Universidad [de Alcalá], los dos mil oían medicina”, y
más adelante añade: “Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos
que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de
hambre”. Siguiendo con esta ronda de tono crítico, Doña Ana afirma en El rufián dichoso, ante el breve elogio
a la medicina que antes formula un criado, “La medicina yo alabo, / pero los
médicos no, / porque ninguno llegó / con lo que es la ciencia al cabo”. Tampoco
mejora la cosa en el Quijote, en
donde Sancho, gobernador de la fingida ínsula Barataria, se queja de la
crueldad del doctor Pedro Recio de Agüero, cuyas medicinas “son dieta y más
dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor la
flaqueza que la calentura”.
Afinando un poco más, en El juez de los divorcios una mujer se
siente desengañada porque su marido “dijo que era médico de pulso, y remaneció
cirujano”, frase en la que, de una forma tan breve como acertada, se mencionan
dos categorías profesionales jerárquicamente diferenciadas y de distinta
connotación social por el prestigio que concitaba cada una, toda vez que el
“médico de pulso” o “médico de orina y pulso” encarnaba lo que hoy podríamos
denominar como médico de atención primaria o generalista, inferior por lo tanto
al especialista pero superior al cirujano, adscrito más bien, por su pericia
mecánica, a los oficios de carácter manual, menos considerados. En todo caso, y
como muy bien apunta Fabien Montcher, a quien vengo siguiendo a lo largo de este
punto, Cervantes nos permite entender a través de la reveladora frase de la
mujer desengañada lo fácil que resultaba para un cirujano asumir
fraudulentamente la apariencia de un médico de pulso. La importancia del
pulso a la hora de diagnosticar una
determinada enfermedad queda clara en el Persiles,
en donde leemos que “los pulsos son lenguas que demuestran la enfermedad
que se padece”, pero que “si el mal está en el alma, no hay pulso que delate la
causa”.
4. Tecnología, ciencia y paraciencia en las recreaciones
narrativas del Quijote
La tecnología y la
ciencia han tenido su papel en el universo literario de las recreaciones del Quijote en el ámbito hispánico al
representar un estímulo de extrañeza, y no pocas veces de amenaza, para un don
Quijote lanzado a una modernidad que acentúa la naturaleza anacrónica que ya
encarna en la novela original, en la que se empeña en revivir la andante
caballería. Por lo que respecta a las imitaciones dieciochescas o de las
primeras décadas del siglo XIX, no es ni mucho menos casual que uno de los
sobrenombres de Don Papís de Bobadilla, protagonista de la novela homónima de
Rafael Crespo, que abandona la fe y la cordura como consecuencia de la lectura
indigesta de los enciclopedistas ilustrados, sea precisamente “Triste-Ciencia”,
como si las certezas científicas fueran incompatibles con la religión o
indujeran a quien las asume a sufrir el desconsuelo que implica renunciar a la
alegría de una fe revelada. Habría que hablar largamente de la resistencia
ideológica a la Ilustración que entrañan muchas de estas imitaciones de los
siglos XVIII y XIX, pero no es el lugar ni nos asiste el tiempo.
En
cuanto a las continuaciones, y muy especialmente las datadas en los primeros
años del siglo XX, es significativo constatar cómo la primera frase de la Historia de varios sucesos ocurridos en la
aldea después de la muerte del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de
José Abaurre y Mesas, publicada en 1901, pone el foco en un hecho que no consta
en el último capítulo del original cervantino: la certificación por parte de un
médico de la muerte de Alonso Quijano. También tiene su gracia que en las Semblanzas caballerescas de Luis Otero y
Pimentel, publicadas en La Habana en 1886, don Quijote sea desinfectado como
consecuencia de una intervención sanitaria que pretende preservar de la
contaminación a los habitantes de un pueblo, y llama la atención que quien
identifica a don Quijote y Sancho Panza en su resurrección en la Andalucía del
siglo XX en el Panquijote de Manuel
Lugilde Huerta, publicado en 1906, sea precisamente un “médico concienzudo”.
El
encuentro muchas veces desquiciado de don Quijote con los elementos propios del
desarrollo tecnológico y científico es un tema que tocan Eduardo León y Ortiz
en sus Tiempos y tiempos de 1905,
Antonio Ledesma Hernandez en La nueva
salida del valeroso caballero Don Quijote de la Mancha del mismo año, el
padre Valbuena en La resurrección de don
Quijote, también de 1905, Ventura
Fernández López en Don Alonso Quijano el
Bueno, publicado en 1922, o
Higinio Suárez Pedreira en una obra de título muy parecido, La resurrección de Don Quijote de la Mancha,
publicada en 1946, en la que don Quijote, por poner un ejemplo bien
ilustrativo, combate contra un barco de vapor que él confunde con una serpiente
marina. En La última salida de don
Quijote de la Mancha de Carolina Peralta, publicada en 1952, don Quijote
descubre un mundo marcado por los conflictos militares en donde la tecnología
se pone al servicio de la destrucción.
Ya
se habrá reparado en que algunos de los ejemplos que hemos puesto son en efecto
novelas basadas en la resurrección de don Quijote y Sancho Panza de acuerdo con
diferentes explicaciones y subterfugios, y no hace falta deshacerse en
argumentos para significar algo tan obviamente paracientífico, o si se prefiere
acientífico, como una resurrección. A tiempo de redactar esta intervención, que
ya va llegando a su fin, quiero dejar constancia de que hace muy poco se ha
publicado Don Quijote de Manhattan.
(Testamento yankee) de Marina Perezagua,
por el momento penúltima –porque habrá más– continuación heterodoxa (es
decir, resurrección) de don Quijote y Sancho Panza, que ahora se pasean por Manhattan
vestidos respectivamente de C3PO y de ewok. No se puede negar que tiene su
gracia.
Y por si todo esto aún
parece poco, conviene saber que las inquietudes paracientíficas tan
frecuentadas por el género Z han estimulado la escritura del audaz y
divertidísimo Quijote Z de Házael G.,
publicado en 2010, en el que un don Quijote metido a implacable cazador de
zombis instruye a su fiel escudero en las causas pseudocientíficas que
justifican la denominada “infección flodosa”:
Te conviene saber, amigo Sancho, que hace ya
muchísimo tiempo que se sabe de muertos que se levantan de sus tumbas, y que
ya en el mismo Apocalipsis de San Juan se habla del juicio que Dios tiene
reservado a los impíos y a los culpables a los que condenará a las llamas del
Infierno sin tener ni gota de piedad para con ellos (...). Es de opinión
compartida por doctos y sabios atribuir el desdichado fenómeno a la acción
del Maligno, empeñado en azuzar una y otra vez a sus pútridas legiones contra
los hombres devotos de Dios, aunque tampoco faltan estudiados galenos que
hablan de corrupciones en el aire y mortíferas pestilencias, y hasta de
influjos lunares y de otros lejanos planetas que trastornan tanto el juicio
como el cuerpo. Ahora bien que, si me preguntas a mí por mi versada y
ampliamente referida opinión de tan interesante tema, te diré que soy
partidario de creer que es la acción del Diablo y no cualquier otra cosa la
causa de estas manifestaciones.
Creo que esta humorada no es
una mala forma de terminar con mi recorrido, que ha procurado ser variado,
sintético y conciliador de las Ciencias y las Letras, las dos fuerzas que hoy
se unen para convocarnos. No sé qué pasará dentro de cien años. No sé si el
imparable y grave retroceso de las Humanidades y la preocupante y progresiva pérdida
de interés por la literatura harán posible que se siga conmemorando un nuevo
centenario de nuestro autor por excelencia. Me conformo muy humildemente con
que sigamos compartiendo año tras año inquietudes y reflexiones en torno a este
diálogo entre Ciencias y Letras, siempre fecundo y siempre necesario.
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ResponderEliminarComo es de razón y costumbre, cunde el asombro ante el menor apunte de don Santiago acerca de la obra y tradición cervantinas. ¿Pues no me acabo de enterar de que Cervantes era tartamudo? O había olvidado este llamativo detalle, o bien nunca lo había sabido, extremos ambos tan incómodos como desasosegadores. Bendita sea mi ignorancia en todo caso, con tal de que sea Don Santiago López Navia quien la desarme, mitigue y reduzca.
ResponderEliminarTartamudo de aquella manera y con matices, querido Dativo. ¿Y qué te parece ese don Quijote cazador de zombis? Conociendo nuestros gustos comunes, seguro que la cosa te ha hecho gracia. Un fuerte abrazo.
EliminarYo sé que sí lo sabe bien Vuesa Merced, micer Dativo, pues que también sobradamente sé que ha leído VM más de un millón de veces (ora muy regalada y despaciosamente, ora a las bravas y de corrido) las Novelas Ejemplares, y otras tantas su provechosísimo "Prólogo al lector", donde el propio Miguel nombra esa tacha que le afea la dicción, y a fe que sin tanto circunloquio como da en la "Epístola a Mateo Vázquez": "[...] será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades". Pero ya nos lo ha referido todo, con su palabra sabia y su asombrosa erudición, nuestro admirado don Santiago; así que callo, que donde el docto instruye y deleita, el necio hastía.
EliminarMucho pondera V.E. mi sabiduría y muy poco la suya, a fe. Bien sabemos quienes nos acogemos al amparo de V.E. de su mucha ciencia y de la de micer Dativo, de quienes quedo harto obligado.
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