Abochornados, más bien, desconcertados,
por los vaivenes de este raro estío de la Villa y Corte de los que ya no escapa
ni el experto primo del señor presidente del gobierno, nos sacude la noticia de
que el señor Conde de Abascal, que en compañía de su señora, doña Ana, disfrutaba
de unos días de merecida holganza allende nuestras fronteras, está a punto de
irse a pique en las aguas del Danubio.
En palabras de nuestro discreto
comunicante: El barco en el que surcaban
las aguas del Danubio comenzó a arder y a amenazar con catastrófico desenlace.
La tripulación dispuso la evacuación del pasaje, que fue rescatado por un barco
británico que por allí pasaba.
Después de unos días de desconcierto
y congoja, por fin el propio Conde de Abascal nos hace llegar una nota
tranquilizadora:
Pensé yo que me tocaba remojarme los venerables tegumentos por segunda vez,
al cabo de treinta años, en el proceloso Danubio, y que tomaban cumplida
venganza de mí las musas por aquel soneto en que relaté cómo, otrora, lo había
cruzado in puribus (“Cuando
surqué sus ciénagas remotas/ dejándome las ropas en el suelo,/ gritaban las
vienesas con gran duelo:/ ¡Catad que os ve el Danubio las pelotas…”)
Y añade:
Yo nunca temí (¡salvo por mis muchos pecados!), porque al punto pensé: Si
Garcilaso creyó que había de acabar sus días en mitad del Danubio, y al fin
salió indemne y aun crecido, ¿no han de venir a rescatarme a mí?
Añadiré, en cualquier caso, que me enojó mucho que la embarcación que
acudió a socorrernos luciera bandera inglesa. Pero antes de saltar, pregunté
desde mi cubierta si eran corsarios o anglicanos. Me juraron que no, y así, a
regañadientes, pasé.
Por mor de las noticias de este
feliz desenlace, todo lo que al principio fueron dudas y zozobras se
transformaron en pocas horas en algazaras y celebraciones, y muchos discretos y
discretas, admiradores y servidores agradecidos de la Casa de Abascal, inundan
nuestra redacción con todo tipo de parabienes. Algunos en la forma de soneto, al hilo del suceso, y otros, a modo de quintillas, que recogen otros acontecimientos de La Discreta Academia de este estío y que estamos seguros serán muy del gusto del señor Conde y señora.
Iremos publicando algunos de ellos, comenzando por el soneto que nos hace
llegar Tediato (bien conocido por su célebre diccionario):
Suceso que fue
famoso
del naufragio
abascalino
Jamás viera el Danubio proceloso
prodigio tan notable y celebrado
como el que vio aquel día señalado
por el valor del Conde victorioso.
Fuese su barco a pique, mas, calmoso,
mientras crecía el agua en el sollado,
se encaramó a la cofa confiado
y dijo desde allí grave y donoso:
“¡No mengüe agora, hermanos, vuestro brío!
¡No habremos de morir en las remotas
ondas de aqueste cauce tan valiente!”
Tal dijo, y arrojose luego al río,
y fueron salvavidas sus pelotas
triunfantes del fragor de la corriente.
Tediato
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